Hilda Ana María Patiño Domínguez
Departamento
de Educación, Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México
Fecha de
recepción: 17
de julio de 2020.
Fecha de aceptación: 20 de noviembre de
2020.
Resumen
Las
tradiciones filosóficas más conocidas y la psicología moral han asignado a la
razón el papel preponderante en la vida moral de las personas, al menos como un
ideal que se desea alcanzar para una vida en armonía. En este paradigma, las
emociones han jugado un papel secundario, conceptualizadas como algo que se
debe dominar, o incluso eliminar y combatir. Hoy en día, y gracias en parte a los
avances de las neurociencias, asistimos a un cambio de paradigma, por uno que
defiende una integración entre las capacidades racionales y las emocionales
para la mejor comprensión de la vida moral en su complejidad. Como ejemplos de
esta nueva visión, se presentan los aportes de dos conocidas autoras
contemporáneas: Darcia Narváez, desde el campo de la psicología moral, y Martha
Nussbaum, desde el campo de la filosofía. Ambas defienden la
importancia de las emociones morales para la construcción de la conciencia y la
vida ética y para el bienestar subjetivo de las personas. Se presenta primero
la perspectiva de Darcia Narváez sobre los componentes de la vida moral y el
papel de las emociones en la construcción de la imaginación comunal y la toma
de decisiones éticas de un nivel superior. Después se presenta la postura
neoestoica de Martha Nussbaum, su ideal del florecimiento humano, el juicio
eudaimonista y el papel de las emociones en la complejidad de la vida moral. En
las conclusiones se realiza un balance de las coincidencias en la postura de
ambas autoras y se valoran sus principales aportes a la mejor comprensión de la
vida moral.
Palabras
clave: desarrollo moral, imaginación moral, juicio
moral, emociones, capacidades
Abstract
The best-known philosophical
traditions and moral psychology have assigned reason a dominant role in
people's moral life, at least as a desirable ideal to achieve for a life in
harmony. In this paradigm, emotions have played a secondary role, conceptualized
as something that must be mastered or even eliminated and fought. Currently,
due in part to the progress in neurosciences, we are witnessing a paradigm
shift that advocates an integration between rational and emotional capacities
to understand moral life in its complexity better. As examples of this new
vision, this work presents the contributions of two contemporary authors:
Darcia Narvaez's view from the field of moral psychology and Martha Nussbaum's
from the field of philosophy. Both defend the importance of moral emotions to
build conscience and ethical life and people's subjective well-being. First, it
presents Darcia Narvaez's perspective on the moral life components and the role
of emotions in building the communal imagination and making higher-level
ethical decision-making. The second part sets forth the neo-stoic position of
Martha Nussbaum, her ideal of human flourishing, the eudaemonist judgment, and
the role of emotions in the complexity of human moral life. The conclusions
balance the coincidences in both authors' positions, and their main
contributions to a better understanding of moral life are valued.
Keywords: moral development, moral
imagination, moral judgment, emotions, capabilities.
Darcia Narváez ha hecho importantes contribuciones
sobre la manera en que opera nuestra conciencia al elaborar juicios morales y
el papel que juegan la imaginación y las emociones morales en ello, basándose un
enfoque evolucionista complejo del funcionamiento del cerebro humano a partir
de la investigación empírica que han aportado las neurociencias.
La autora parte,
inicialmente, de la visión racionalista del desarrollo de juicio moral en
Kohlberg, para luego defender un planteamiento más integral de la vida moral, a
partir de las aportaciones de Rest (1986) y Rest et al. (1999),
discípulo de Kohlberg, y que incluye cuatro elementos: la sensibilidad moral,
el juicio moral, la motivación moral y la acción moral, los cuales detallaremos
más
Lawrence Kohlberg (1997),
en los años setenta del siglo pasado, postuló un conocido modelo de desarrollo del
juicio moral dividido en seis estadios, ubicados en tres grandes niveles: el
preconvencional, que corresponde a las etapas tempranas de la vida humana, generalmente
en niños y adolescentes que emiten juicios morales desde una perspectiva egocéntrica
del beneficio personal, el deseo de recompensa y el miedo al castigo; el nivel
convencional, donde se encuentran la mayoría de los adultos que basan sus
juicios morales en el respeto a las leyes y normas establecidas socialmente, y
el nivel postconvencional, asumido por individuos de un nivel de conciencia
moral más elevado, que emiten juicios basándose en principios universales de lo
que es justo y en el valor inalienable de la dignidad humana. El modelo
desarrollado por Kohlberg (1997) tomó como punto de partida los estadios evolutivos
de la inteligencia humana de Piaget, la postura de John Dewey (1965) sobre la
moralidad humana y, desde el punto de vista filosófico, el planteamiento ético
del filósofo del siglo XVIII, Emmanuel Kant, basado en la conciencia del deber
y del imperativo categórico, que busca que el sujeto alcance la autonomía moral
al actuar no movido por la recompensa o el miedo al castigo, sino por la
conciencia de hacer lo correcto en una determinada situación.
Narváez y Mrkva (2014) sostienen
que la postura racionalista de Kohlberg ha sido objetada por el llamado
“intuicionismo moral” (defendido por investigadores como Robert Audi, David
Enoch, John McDowell y Russ Shafer-Landau), el cual sostiene que las personas
realizan juicios morales no por un proceso deliberativo, sino a través de una
veloz intuición donde las emociones llevan el mando, de modo que los individuos,
en realidad, sólo utilizan el razonamiento cuando se ven en necesidad de
argumentar lo que intuitivamente les ha parecido justo o injusto, bueno o malo.
Para Narváez (2014), tanto la postura racionalista como la intuitiva tienen
puntos fuertes y débiles, por lo que es preciso analizar más a fondo el papel
de la razón, de la imaginación y de la intuición al formular juicios morales.
Narváez parte de la
concepción de Johnson (1993, citado por Narváez y Mrkva, 2014) acerca de la
moralidad como la exploración imaginativa de las posibilidades que nos permiten
lidiar con nuestros problemas al mejorar la calidad de nuestras relaciones
comunitarias, y formar vínculos personales significativos. Para analizar el
papel de la imaginación creativa, la autora examina la postura de Dewey (1965),
quien atribuye a la imaginación la exploración de las diferentes alternativas
de acción y los resultados posibles antes de tomar una decisión. La creatividad
se considera la capacidad para generar ideas originales, novedosas y útiles y,
en el caso de la imaginación moral, además, se relaciona con la generación de ideas
acerca de lo que es bueno y correcto, y con la manera de ponerlo en acción para
el servicio de los demás.
La teoría de Kohlberg
(1997) deja poco o nulo espacio para la imaginación, pues enfatiza la
deliberación moral como un razonamiento consciente para determinar qué es lo
mejor en una situación específica. Esta deliberación se analiza como si
estuviera separada de la emoción, ya que las emociones son consideradas inconsistentes,
no confiables o irracionales. Desde el punto de vista kantiano, la imaginación
es una facultad ligada a las emociones y a la creatividad, pertenece al campo
de la estética y es pertinente para el desarrollo del juicio estético. Esta
distinción kantiana reduce el papel de la imaginación en la vida moral, y
aunque podría objetarse que justamente para determinar qué es lo bueno dentro
de un conjunto de posibilidades es preciso utilizar la imaginación, las
funciones que se le preasignan teóricamente impiden esta consideración.
Narváez (2010) critica
esta postura al señalar que, en realidad, poner el énfasis en el razonamiento
consciente –que es principalmente verbal– para la selección de principios
morales de acción lleva a ignorar el vasto conocimiento tácito y el control
conductual que nuestro cerebro hace funcionar de manera inconsciente o
subconsciente. En efecto, de acuerdo con los nuevos descubrimientos de las
neurociencias, sabemos mucho más que lo que podemos poner en palabras y, cuando
una persona confía solamente en su intelecto, es señal de que su mente
intuitiva y su inteligencia emocional están siendo subutilizadas o se
encuentran subdesarrolladas (Narváez y Mrkva, 2014).
En este sentido, para
rebatir a la corriente racionalista, otros pensadores, como Haidt (2001, con Koller
y Dias, 1993), basados en el filósofo de siglo XVIII David Hume, sostienen que
la emoción es la fuente principal de la moralidad, y que en realidad los seres
humanos emitimos juicios morales constantemente, sin pasar por el esfuerzo
mental que implica la argumentación. En realidad, señala, utilizamos la razón
sólo para defender una respuesta que fue primeramente intuitiva.
Esta teoría, denominada social
intuitiva, defiende el juicio instantáneo moral, pero tampoco toma en cuenta la
creatividad, porque los procesos intuitivos no hacen uso de la imaginación de
manera consciente. Una tercera perspectiva, en contraste, considera directamente
a la creatividad en las decisiones morales y, al igual que el intuicionismo
social, defiende que los juicos morales se realizan de manera muy veloz, pero sostiene
que el papel de la creatividad es el de aumentar el comportamiento poco ético,
pues la conceptualiza como una capacidad que hace a los individuos hábiles para
inventar justificaciones falsas y para hacer trampa, y más capaces para defender
sus propios intereses en detrimento de los intereses de los demás (Ariely, 2012)
.
En contra de estas posturas, Darcia Narváez y
otros pensadores en su línea sostienen, desde una perspectiva que ella llama
multiética o de la “ética triuno” (Narváez y
Mrkva, 2014), que si bien es cierto que la imaginación creativa mal empleada
hace a los individuos más ágiles para mentir y simular, en la mayoría de los
casos contribuye positivamente al funcionamiento moral al poder prever las posibles
consecuencias de cada escenario creado en nuestra imaginación, según las posibles
decisiones diferentes. Para Narváez, la imaginación moral es una capacidad cuya
creatividad implica diferentes tipos de inteligencia: la cognitiva, la social y
la emocional, y las tres son importantes para la vida moral.
De hecho, sostiene Narváez, cuando los
sistemas emocionales están subdesarrollados, la moralidad también sufre un
detrimento. Los estudios neurocientíficos muestran que las etapas tempranas de
la vida configuran las capacidades emocionales y cognitivas que subyacen a la moralidad
y a la imaginación. Los niños nacen con solamente un cuarto del cerebro desarrollado
y los cuidadores construyen el otro 75% en los primeros años después del
nacimiento; de ahí que las experiencias tempranas sienten las bases para el desarrollo
posterior de la vida humana. Si se sufre demasiado estrés durante los primeros
años de la vida, se puede desarrollar un cerebro estresado, que a su vez se
refleje en una personalidad autoprotectora y defensiva (Narváez y Mrkva, 2014).
Los niños que sufren de estrés postraumático
tienen dificultades para soñar, imaginar y realizar el juego simbólico que
consolida el significado del afecto, pues el estrés permanente quita energía. Demasiado
estrés también afecta habilidades de pensamiento superior que requieren
procesos más lentos, como el análisis, la clasificación, la valoración o el
ejercicio metacognitivo. Para que este tipo de pensamiento funcione se precisa
de la imaginación moral que permite a la persona imaginar la manera en que sus
decisiones y acciones le afectarán a sí misma y a los demás. Incluso, sostienen
Narváez y Mrkva (2014), si el estrés producido por un trauma importante ocurre
en etapas tempranas de la vida, los sistemas de pensamiento nunca alcanzan sus
trayectorias óptimas de desarrollo. Los sistemas neurobiológicos influyen, de
esta manera, nuestra conducta y nos hacen propensos a tener diferentes estilos
de decisiones y de conductas.
No sólo Kant, sino muchas
otras tradiciones filosóficas, subestiman el papel que la emoción juega en el
funcionamiento moral, considerando las emociones como no confiables, irracionales,
primitivas e incluso animalizantes cuando, en la realidad, las neurociencias
han demostrado que los individuos usan su experiencia emocional para pensar de
maneras inclusivas e integrativas, construir relaciones sociales y ampliar sus
posibilidades creativas (Narváez y Mrkva, 2014).
En décadas recientes se
ha mostrado que las emociones sirven como señales que nos permiten valorar la
relevancia de un estímulo y el éxito de nuestras acciones. Narváez sostiene que,
en el aspecto moral específicamente, las emociones reflejan nuestras metas y
valores y nos ayudan a responder de manera flexible y adaptativa. Ellas forman
el sustrato de la motivación moral.
La teoría de la ética triuno
de Narváez y Vaydich (2008) afirma que la variedad de estados mentales morales tiene
un sustrato neurobiológico. Los individuos, habitualmente, pueden favorecer un
estado mental sobre otro o fluctuar entre varios, dependiendo del uso que den a
la imaginación y al pensamiento, que son capacidades que desarrollan gracias al
cultivo adecuado de la atención perceptual para captar la mayor cantidad
posible de señales del entorno antes de emitir un juicio, tomar una decisión o
un curso de acción. Una atención mal cultivada conduce a una percepción sesgada
de la realidad que afecta juicios y conductas. Si, por ejemplo, una persona
está predispuesta o habituada focalizar su atención sólo en las posibles señales
de peligro, entonces su enfoque moral se reducirá a lo autoprotector defensivo
(Narváez y Mrkva, 2014).
La autora sostiene que diversos
estudios muestran una fuerte correlación entre la imaginación moral, la
apertura a la experiencia y la amabilidad. También afirman que el pensamiento
flexible y la habilidad para adaptarse a las relaciones sociales caracterizan
el comportamiento imaginativo. Para Dewey (1965), los individuos con
flexibilidad y con habilidad de hacer frente a la ambigüedad de manera
imaginativa están más capacitados para percibir las situaciones morales y
actuar efectivamente en consecuencia.
Como Dewey, Narváez señala que la imaginación moral implica la autorregulación para poner las creencias y metas en acción, y enfatiza la importancia de la búsqueda de la armonía al lidiar con valores múltiples. La imaginación moral permite conciliar valores, coordinar la razón y la emoción, la mente consciente autónoma y crítica y los deseos subconscientes de adaptaci
ón
y supervivencia.
El óptimo desarrollo en
los primeros años de vida permite la experiencia de la interacción recíproca a
través de la influencia mutua, que nos enseña a responder a las señales
sociales. Este cuidado interactivo promueve tres tipos de apego: el
apego protector, que es como una huella, una marca, un deseo de proximidad
física; el apego cálido, que surge de la conexión emocional con el cuidador
que facilita las capacidades para las relaciones compasivas. Y, finalmente, el apego de compañerismo, que ofrece una
amistad para compartir desde el punto de vista cognitivo y que promueve la
imaginación creativa (Narváez y Vaydich, 2008, Narváez y Mrkva, 2014).
El cuidado nutricio en la vida temprana propicia el
desarrollo óptimo del hemisferio cerebral derecho, incluyendo la corteza
prefrontal, que es crítica para la imaginación moral. Las capacidades
imaginativas en los adultos implican conocimiento tácito o implícito, no
verbalizado, confianza en los procesos y la capacidad de “morar” en el otro, ya
se trate de un objeto o de una persona.
La capacidad de habitar
la mente de otro, o de vivir a través de él, implica la construcción imaginaria
de un yo extendido. Las capacidades de la imaginación moral emergen, justamente,
de la creatividad social basada en estas intensas experiencias sociales de la
vida temprana, aunque hay otros periodos sensitivos en la vida en los que el
cerebro se reestructura hasta cierto punto (Narváez y
Vaydich, 2008, Narváez y Mrkva, 2014). Aquellos
niños y niñas que tienen cuidadores atentos, que satisfacen sus necesidades de
manera pronta y expedita, tienen más probabilidades de desarrollar un apego
seguro, las bases neurobiológicas necesarias para una personalidad socialmente
adaptable y una inteligencia moral. Esta última se encuentra constituida por la
imaginación que da la posibilidad de habitar en la mente del otro, las
capacidades para una ética del compromiso, las relaciones armónicas y la
compasión. Cuando a lo anterior se añaden las capacidades deliberativas, la imaginación comunal puede florecer (Narváez y Mrkva, 2014). La imaginación comunal, que permite
el sentido amplio de comunidad, lleva las preocupaciones morales personales más
allá de la inmediatez del momento presente, y las proyecta al futuro, en una
visión que toma en cuenta a la comunidad. Se construye sobre la noción de una
red relacional basada en habilidades sociales bien cimentadas. El sentido
amplio de comunidad o imaginación comunal fue desarrollado por nuestros
antepasados en etapas muy tempranas de la historia, cuando aún no aparecía la
agricultura y las actividades humanas estaban centradas en la caza, la pesca y
la recolección de frutos (Narváez y Mrkva, 2014).
Una de las
características que define la imaginación moral es la habilidad para abstraer e
ir más allá de la situación presente. Esto permite a una persona actuar en
nombre de aquellos que están ausentes o en nombre de la justicia o el bien
común. La empatía es el recurso emocional más poderoso para desarrollar la
imaginación comunal y el comportamiento moral. Se cree que los individuos que
demuestran compromisos a largo plazo con las causas humanitarias y sociales
descansan en una ética de la imaginación, que les permite hacer de estas
preocupaciones morales aspectos centrales de su propia identidad, gracias a lo
cual seleccionan aquellas situaciones en las cuales pueda florecer su motivación
y empatía para impulsar su acción (Narváez y
Mrkva, 2014).
Por contrapartida, es
probable que los individuos que tuvieron un cuidado deficiente en las primeras
etapas de su infancia desarrollen cerebros reactivos a las situaciones de
estrés, dificultando con ello la interacción social y, consecuentemente, el
compromiso ético. Como se señaló, la reacción sostenida al estrés influye en la
conformación de una mentalidad defensiva y autoprotectora, que puede
manifestarse de diferentes maneras, por ejemplo, como una postura agresiva, una
escapista, o una de negación.
En aquellos individuos que
tuvieron un suficiente desarrollo neurofisiológico, pero una experiencia social
deficiente durante los primeros años de vida, el hemisferio derecho a menudo
queda subdesarrollado, lo que lleva a un dominio del uso del hemisferio
izquierdo. En este caso, la imaginación puede estar divorciada de la compasión,
con lo que el cálculo de la utilidad es una actividad cerebral preponderante, lo
cual puede producir desconexión emocional y fomentar las relaciones de
dominación con los demás (Narváez y Mrkva, 2014).
La autora señala que la
ignorancia sobre la profunda influencia que ejercen las prácticas de crianza en
el desarrollo de las capacidades del resto de la vida, ha impedido que se ponga
la suficiente atención en este tema. Las buenas prácticas de crianza se
caracterizan por un largo periodo de amamantamiento a libre demanda; caricias
constantes en el primer año de vida; respuesta a las necesidades del infante
para que no sufra estrés; juego libre y autodirigido; expectativas positivas
sobre el infante, entre las más importantes. Cuando uno de estos componentes
falta, disminuyen no sólo la inteligencia cognitiva y emocional sino también la
creatividad de la imaginación moral (Narváez y
Mrkva, 2014).
El razonamiento moral puede
conducir a una mala toma de decisiones justamente cuando se desvincula de las
emociones morales que nos conectan con los demás seres humanos. Si el
razonamiento tiene un carácter utilitario y calculador y está divorciado de la
empatía relacional, la imaginación se limita a buscar la aplicación de una
regla a una situación determinada. Habituarse a calcular los costos y
beneficios de las situaciones morales de manera fría es algo peligroso para la
imaginación moral, porque este ejercicio desvincula a las personas de sus
propias experiencias emocionales y de las emociones sociales.
Una segunda forma del mal
uso del razonamiento moral ocurre cuando los individuos o los grupos utilizan
una imaginación viciada, que busca deliberadamente dominar y controlar a los
demás, motivada por la necesidad de probar su superioridad en aspectos como las
ideas, los valores, los estilos de vida, entre otros. En este caso, el
razonamiento moral se usa para justificar acciones injustas, estigmatizar, confirmar
los prejuicios, dominar a otros (Narváez y Mrkva,
2014).
Por el contrario, si la
imaginación moral se cultiva suficientemente, ésta nos guía en la selección de
las metas y la acción al abrirnos a las posibilidades de modificar nuestros
compromisos, nuestras relaciones, nuestra identidad, etcétera. Necesitamos la
habilidad de imaginar para asumir las posibles transformaciones en nuestro
entendimiento moral, nuestro carácter, nuestro comportamiento. Entre más
perspicaz, exploratoria y poderosa sea nuestra imaginación, tendremos más
posibilidades de emprender distintos cursos de acción y de plantear metas
diferentes (Narváez y Mrkva, 2014).
Las experiencias
emocionales, tanto reales como imaginarias, pueden alterar nuestros juicios
morales y ayudarnos a asumir principios morales e incluso a corregirlos,
mientras que pensar los términos filosóficos sólo de manera abstracta y fría nos
conduce a tomar decisiones morales de un nivel inferior, basadas en la
posibilidad de recompensa o de evitación del castigo, por ejemplo. De ahí que Narváez
(2010, con Mrkva, 2014) señale que, para
aprender a tomar buenas decisiones, es preciso vivir la experiencia de lo moral
desde la emoción y no desde el pensamiento frío e insensible. Así como para
aprender a nadar es necesario sumergirse en el agua en lugar de cursar la
teoría sobre el nado, en la interacción y cooperación con otros aprendemos cómo
desarrollar una acción moral positiva y a examinar nuestro comportamiento moral
a la luz de sus efectos sobre las relaciones con los demás.
El aprendizaje del
comportamiento moral también implica, para Narváez –al igual que para muchos
autores desde Platón hasta nuestros días–, la formación de hábitos. Los hábitos
son conductas aprendidas, repetidas al punto de formar una respuesta casi
automática, de ahí que se conviertan, como pensaba Aristóteles (2014) desde el
siglo IV a. C., en una “segunda naturaleza” humana. Para Narváez (con Mrkva, 2014) se construyen por la inmersión en
ambientes que refuerzan positivamente aquellas conductas que funcionan para
alcanzar los objetivos de una convivencia más armónica y constructiva, o para
cubrir las necesidades de colaboración, por ejemplo. Así, el factor del
ambiente es clave, porque la inmersión en éste promueve la formación de
conocimiento implícito o tácito que está detrás de las respuestas conductuales
aparentemente automáticas de las personas. Esta importancia del ambiente pone
una alerta sobre la elección de ambientes que desarrollen las intuiciones y los
hábitos deseables para la vida social y el desarrollo personal.
De hecho, mucho de lo que
una persona sabe es conocimiento implícito o tácito que se ha formado a través
de una relación no articulada entre la persona y el ambiente, y ocurre
implícitamente entre la estimulación ambiental y la experiencia fenomenológica
del individuo. El sistema tácito de pensamiento opera con poco esfuerzo o
deliberación. Narváez (2010) sigue en esto a Hogarth (2001), quien identificó
tres niveles o sistemas de procesamiento de información automática que se basan
en un proceso intuitivo a través de los diferentes campos, desde las prácticas
sociales hasta la causalidad física.
El primero, llamado sistema
básico, se compone de comportamientos instintivos que regulan las funciones
corporales, tales como el sentimiento de hambre que nos lleva al deseo
consciente de buscar comida. El segundo sistema, llamado de procesamiento
primitivo de información, incluye varias clases de procesamiento de estímulos cuasi-simbólicos
que van desde el registro mecanicístico de covariación y frecuencia de eventos,
hasta la captación de reglas implícitas de los sistemas que se experimentan.
Los sistemas básico y primitivo son considerados filogenéticamente más antiguos,
porque no varían de acuerdo con la motivación, la educación o la inteligencia y
muchos animales también los tienen. El tercer sistema, el inconsciente
sofisticado, se construye desde la experiencia y atiende al significado y la
emoción (Hogarth, 2001). La investigación sobre reportes introspectivos sugiere
que el significado es percibido antes que los detalles en un conjunto de
estímulos, tal como la habilidad de percibir las affordances sin esfuerzo. Una affordance
es la cualidad de un objeto o ambiente que permite a un individuo realizar
una acción; es la interfase percibida entre el organismo y el ambiente, esto
es, la aprehensión de cómo las capacidades de un organismo pueden hacer uso de
los recursos del ambiente (Narváez, 2010).
Lo que normalmente
llamamos comprensión intuitiva pertenece a esta tercera categoría del sistema
sofisticado inconsciente. De este modo, señala Narváez (2010, s. p.):
Como resultado del aprendizaje
implícito que se obtiene en estos tres sistemas, los efectos de experiencias
previas se manifiestan en una tarea aun cuando el aprendizaje previo no haya
sido evidente para el ejecutante. En otras palabras, el aprendizaje implícito
es fenoménicamente inconsciente. El aprendizaje escolar, en contraste, es
predominantemente fenoménicamente consciente, lo que contribuye al sentimiento
de esfuerzo imbuido en los libros escolares, a diferencia de la mayoría del
aprendizaje en el resto de la vida.
Los sistemas de
conocimiento tácito operan en un nivel no verbal gran parte del tiempo, lo que
significa que los seres humanos sabemos cosas que no podemos verbalizar; esto
supone que, tanto los niños como los adultos saben mucho más de lo que pueden
explicar. De ahí que la comprensión se desarrolle desde una situación inicial
refleja no verbalizada hacia estructuras conceptuales cada vez más
diferenciadas, moviéndose del conocimiento implícito al verbalmente explícito.
Narváez (2010) señala que
esta comprensión científica del conocimiento implícito o tácito que justifica
la idea del intuicionismo moral son fenómenos muy recientes. Durante muchos
siglos, el racionalismo fue el ideal predominante del más alto funcionamiento
humano, incluyendo la moralidad.
Además del conocimiento
tácito que obtenemos de nuestra interacción con el ambiente, otro elemento
importante de la vida moral, y que ya incluye la imaginación y el razonamiento conscientes,
es la integración creativa de los modelos de comportamiento que aprendemos de
los demás (Narváez y Mrkva, 2014). La
creatividad estriba en la capacidad de integrar esos modelos y de reconfigurar
con ello el propio estilo personal. Implica también la capacidad de visualizar
nuevas maneras de colaborar y de ayudar a los demás, así como de corregir el
curso de una decisión o de una acción. Cuanta más imaginación creativa en la
vida moral tenga una persona, más capaz será de desarrollar una visión compleja
de las diferentes oportunidades para cumplir muchos valores simultáneamente, y de
percibir las maneras en que sus valores pueden armonizase, en lugar de entrar
en conflicto.
Lo anterior se logra con
la imaginación moral creadora acompañada de la reflexión, otro de los
componentes señalados por Narváez (con Mrkva, 2014),
que resulta indispensable en la vida moral. La reflexión tiene la capacidad de
regresar a los datos del pasado para analizar y ponderar los diversos factores
que influyeron en determinada decisión y valorar el resultado final. Utilizando
el lenguaje de Dewey, podemos hablar de la reflexión como la capacidad de
reconstruir la experiencia para poder prevenir el curso de acontecimientos
futuros (Dewey, 1998).
Además, la reflexión
brinda la posibilidad de poner una pausa y ralentizar el pensamiento automático
o implícito no verbalizado, que nos lleva a tomar decisiones morales de manera
cuasi intuitiva. Recordemos que, para Narváez, el ambiente va moldeando esas
respuestas automáticas, al proporcionar un bagaje de conocimientos sobre la
manera de operar en el mundo que permanecen en el dominio subconsciente y se
reflejan en nuestras actitudes, predisposiciones, juicios y elecciones. Este
conocimiento implícito preconceptual es muy útil para lidiar con el mundo, pero
en la vida moral puede ser un peligro porque no cuestiona premisas que pueden
resultar falsas o engañosas, y que la reflexión permite cuestionar y ponderar como,
por ejemplo, las premisas relacionadas con el apoyo a la exclusión o la
discriminación. Las habilidades de reflexión se desarrollan mediante la
práctica guiada para hacer una pausa y examinar las propias decisiones,
desentrañando y cuestionando las premisas que las sustentan. Implica también
desarrollar la capacidad de argumentación junto con la honestidad intelectual. Gracias
a la reflexión se da la búsqueda del sentido de nuestras acciones y de construir
de manera consciente nuestra identidad.
Narváez hace mucho
énfasis en que las metas que una persona elige están influidas por las
experiencias tempranas de la vida, pues en esta etapa se aprende cómo abrirse a
los otros, cómo relacionarse con ellos, si son confiables o no, cómo nos
podemos autoproteger, quiénes pueden o no ayudarnos, etc., y todo sucede dentro
de un determinado ambiente, cuya influencia cultural y social permanece tácitamente
en nosotros hasta la edad adulta, de manera que nuestra elecciones reflejan, de
algún modo, los aspectos de la cultura del ambiente que nos vio crecer. Si se
da un proceso reflexivo, la persona es capaz de reconocer estas influencias y
valores implícitos, explicitarlos, y modificarlos si ya no responden a las
condiciones actuales. Por otro lado, si la persona no ha cultivado el hábito de
reflexionar, es altamente probable que permanezca ligada a los hábitos y
tradiciones que aprendió en la pequeña esfera del ambiente en el que se
desarrolló y actúe de manera automática, sin alcanzar una verdadera autonomía e
identidad personal.
Para lograr cambios en la
vida moral se necesita de la imaginación creadora, que nos da la oportunidad de
mirar al mundo de manera diferente, con ojos nuevos. En la propuesta de Narváez
y Mrkva (2014), que defiende el sentido de la
imaginación comunal, significa adoptar la “visión del corazón”, que involucra
el sentido de conexión emocional con los otros, en lugar de usar el filtro de
la visión utilitaria ajena a esta conexión. De esta manera, la imaginación
moral ayuda a evitar el pensamiento simplista calculador y a incorporar una
visión moral compleja que sea capaz de cuestionar las reglas rígidas. En otras
palabras, la imaginación creadora en el campo de la moral es un antídoto contra
el pensamiento dogmático e intolerante de las morales autoritarias y basadas en
prejuicios infundados.
En varios estudios
realizados por Narváez y Mrkva (2014) se ha examinado la adopción explícita de
características que representan la seguridad, la vinculación (involucramiento)
o la ética de la imaginación comunal. Estos estudios, señala la autora, encuentran
que la orientación ética de la imaginación comunal se relaciona positivamente
con una gran variedad de características y comportamientos morales, tales como
la empatía, la toma de perspectiva, la integridad o la honestidad, la ayuda a
los desfavorecidos, el humanismo, la apertura a la experiencia y el crecimiento
de la mentalidad. Esto contradice la idea de Ariely (2012), que defiende, según
sus propias investigaciones, que la creatividad contribuye a hacer a las
personas más ingeniosas para mentir y salirse con la suya. Narváez (2010, s.
p.) argumenta lo siguiente:
es notable que la imaginación
comunal está ligada no sólo con mediciones sobre el juicio y la personalidad,
sino también con las del comportamiento, por ejemplo, acciones a favor de los
menos afortunados, y no sólo con mediciones sobre el pensamiento (por ejemplo,
humanismo), sino con las emocionales (por ejemplo, empatía). Todavía se
necesita más investigación para determinar si esas relaciones encontradas son o
no causales.
Sin embargo, hay que
señalar que la imaginación creativa en el ámbito moral, por sí sola, no es
suficiente para garantizar una conducta ética; para ello se necesita cultivar
otras capacidades. En este punto, Narváez (con Mrkva,
2014) se adhiere al modelo propuesto por Rest (1986), pues considera que es uno
de los autores que mejor captaron el funcionamiento moral de las personas al identificar
en este modelo cuatro componentes: la sensibilidad moral, el juicio moral, la
motivación moral y la acción moral.
La sensibilidad moral implica la percepción
moral y la interpretación de la situación; es decir, la habilidad para
identificar los aspectos éticos más importantes que se implican en ella. En
esta capacidad se incluyen, fundamentalmente, la empatía y la toma de
perspectiva, que nos capacita para sentir con otros y percibir sus necesidades,
pero también los sentimientos de solidaridad, compasión, afecto, entre los más
notables.
El juicio moral implica elegir el curso del
ideal de decisión sobre lo que es justo o correcto a través del razonamiento. Para
lograrlo se necesitan, a su vez, imaginación creativa para seleccionar las
metas, reconocer los valores implicados en la decisión en cuestión y generar
varias ideas acerca de las posibilidades de acción.
La motivación moral permite
priorizar la acción moralmente correcta sobre otras opciones. Requiere habilidades
socioemocionales como la atención, para enfocarse en el problema; la
autorregulación, para sostener la motivación, perseverar, y el autoconocimiento,
para detectar cómo se conforma la propia identidad a través de las elecciones
morales.
Finalmente, la acción
moral implica tener la habilidad y la fuerza de carácter para actuar conforme a
las decisiones tomadas. Para ello es preciso cultivar buenos hábitos y la
capacidad de reflexión que permita a una persona actuar movida por sus propias
convicciones sobre lo que es correcto y justo hacer.
Los individuos con una
imaginación moral muy desarrollada tienen más probabilidades de tomar en cuenta
en su vida moral a los miembros de culturas minoritarias, a quienes sufren
segregación o discriminación. Son menos proclives a sostener prejuicios, a
estigmatizar o a culpar a las personas por su condición social desfavorable.
Como ella señala:
Muchos de estos componentes morales
(de la imaginación) están incluidos en la capacidad del hemisferio cerebral
derecho para la atención plena (mindfulness), un involucramiento
flexible en el presente, la habilidad de ver conexiones, ser sensible al
contexto y notar factores nuevos en una situación. El mindfulness
requiere creatividad, pero no se detiene ahí, también requiere que uno esté
involucrado en el momento presente, sea sensible a los otros presentes en el
ambiente inmediato, y la voluntad para interactuar con y ayudar a otros si sus
sentimientos y acciones sugieren que están en necesidad o deben ser ayudados de
alguna manera. De este modo, el mindfulness puede influenciar el
razonamiento moral, el juicio y las acciones tanto como la sensibilidad, en una
corrección de fondo (Narváez y Mrkva, 2014, s. p.).
Hasta aquí los elementos
más importantes que deseamos destacar sobre la postura del desarrollo moral de
Darcia Narváez. En el siguiente apartado revisaremos los aportes al mismo tema
desde la perspectiva de la filósofa Martha Nussbaum
En un voluminoso texto, titulado Terapia
del deseo, Martha Nussbaum (2003) nos ofrece reflexiones muy valiosas cuyo
tema central es la consideración de la filosofía como un instrumento de
sanación del sufrimiento humano, ya que tiene capacidad para educar a los seres
humanos en el conocimiento y manejo de su propio mundo emocional. A esta misión,
justamente, se abocaron muchos filósofos de la época helenística, quienes
desarrollaron una concepción de las emociones que les permitió tratarlas como
un objeto de estudio filosófico.
Específicamente en la citada
obra, Nussbaum (2003) se refiere al tratado de Crisipo sobre las pasiones
humanas, donde este filósofo estoico considera a las pasiones como una
importante fuente de sufrimiento y recomienda el continuo ejercicio de control
sobre los estados emocionales a través del razonamiento, hasta lograr alcanzar
la autosuficiencia y la tranquilidad, que son las metas de la vida feliz. Las
pasiones arrastran a las personas al apego por la futilidad de las cosas
externas, y quedan, por tanto, sujetas a una variabilidad que resulta
incontrolable.
Desde el punto de vista
estoico, la razón es la suprema facultad humana, es lo que en el hombre hay de
divino, y su uso principal no es especulativo, sino práctico: tiene que ver con
la elección y el rechazo, con la distinción entre lo bueno y lo malo en
circunstancias concretas, de tal modo que razonar es elegir, y el deber humano
es el de mantener una vigilancia autocrítica sobre las cosas que se eligen para
determinar qué tanto benefician o perjudican a la persona. Así, Nussbaum (2003,
p. 409) señala que “La tarea de la filosofía es provocar un autoexamen
concienzudo de las creencias que permitan… hacerse cargo de su propio
pensamiento, considerando debidamente las alternativas que se le ofrecen y
escogiendo entre ellas la mejor”. Para que alguien pueda ver las alternativas
es preciso zafarse de los moldes culturales donde se han acrisolado las
creencias y la visión del mundo, y hacer un esfuerzo por ver las cosas de otra
manera. Para llevar a cabo esta tarea es preciso, entonces, el acompañamiento
de un maestro que conduzca el razonamiento y que enseñe al discípulo al arte de
argumentar y, sobre todo, de habituarse a identificar sus propios impulsos y
prejuicios.
A diferencia de
Aristóteles, quien sostenía que la ética es una cuestión meramente humana, y
que la divinidad, como acto puro y motor inmóvil, es ajena e indiferente al
mundo y a los hombres, los estoicos parten de la afirmación de un dios bueno,
involucrado en la historia humana porque, en última instancia, habita la
interioridad humana. En otras palabras, los seres humanos participan de la
naturaleza divina: en su capacidad racional reside la chispa de la divinidad,
esa chispa que los hace buenos naturalmente, y naturalmente inclinados a la
virtud y al bien. Como Platón y Sócrates, los estoicos creen que si los humanos
actúan de manera equivocada desde el punto de vista ético es porque no han
razonado bien. La misión del maestro filósofo es guiar al discípulo para que
caiga en la cuenta de los argumentos contradictorios, falsos e incoherentes y,
la luz de la razón, vaya opacando los prejuicios, las falsas creencias,
asociadas generalmente a los pensamientos heredados del contexto sociocultural.
De ahí que Nussbaum (2003,
p. 417) afirme
de los estoicos que:
Toda su terapia es cognitiva, y se
considera que la terapia cognitiva es suficiente para eliminar las dolencias
humanas. Creen realmente que el prejuicio, el error y la mala conducta son
resultado de un razonamiento incorrecto, no de un mal original, ni siquiera de
una agresividad innata, de la lascivia o del desorden. Y, en consecuencia,
creen que la filosofía, si desarrolla los medios adecuados para enfrentarse a
las personas empecinadas y con prejuicios, puede cambiar realmente la faz del
mundo.
Aunque cada caso es
distinto, en realidad la cura es la misma para todas las personas: enseñar a
buscar la verdad, confiar en el poder de la razón para encontrarla, ejercitarse
en el arte de argumentar y en lo que hoy podría llamarse pensamiento crítico.
Pero esto que parece sencillo, implica un arduo trabajo de introspección que no
es tarea fácil, pues en el alma humana se esconden muchos secretos que
permanecen ocultos no sólo para el maestro, sino para el propio discípulo.
El ejercicio racional de
introspección tiene por objeto liberar al ser humano de sus apegos y extirpar
sus pasiones, que en realidad son dos caras de la misma moneda. Eliminar el
apego significa darse cuenta de que las cosas externas, cuya obtención no
depende totalmente de nuestra voluntad –como
la salud, el dinero, la fama, la belleza o la fuerza física–, en
realidad no guardan una relación intrínseca con la vida feliz. Lo único que
realmente podemos poseer, porque depende absolutamente de nosotros, es la
virtud o la sabiduría que se alcanza por el ejercicio racional personal y que,
por tanto, tiene un vínculo indisoluble con la felicidad.
La virtud se alcanza
cuando el sujeto puede liberarse de las pasiones que son, por tanto,
combatibles mediante la razón, y esto es posible porque, en el fondo, las
pasiones no son sino falsos juicios, creencias o razonamientos equivocados: tal
era la teoría desarrollada por el estoico Crisipo (Nussbaum, 2003). Los estoicos
postulaban que las pasiones eran falsos razonamientos, porque esto les permitía
ofrecer a sus discípulos la posibilidad de dominarlas desarmando estos falsos
razonamientos con otros más poderosos: tal es la promesa sanadora de la
filosofía como arte de vida.
Nussbaum (2003), por
contrapartida, sostiene que las emociones no necesaria ni principalmente son
juicios erróneos, como creían los estoicos, sino que más bien son una forma de
valorar e interpretar los eventos de la realidad que permite asumir una postura
frente a ella. En este sentido, coincide con las afirmaciones de Darcia Narváez
(2010, con Mrkva, 2014) sobre el
conocimiento tácito o implícito que está teñido de carga emocional, no
necesariamente negativa, y sobre el papel que se asigna a las emociones en la
capacidad moral de imaginar, en la reflexión y en la motivación para tomar una
decisión y actuar en consecuencia. Para Nussbaum, las emociones establecen una
relación de profundidad con el objeto intencional, de tal manera que afectan
nuestra propia existencia. Tal como señalan Piñedo y Yañez (2017, s. p.):
Esta valoración del objeto intencional
de la emoción es lo que Nussbaum denomina un pensamiento evaluador eudaimonista, un
tipo de juicio ligado al florecimiento de la persona: el objeto de la emoción
es visto como importante por algún papel que desempeña en la propia vida de la
persona. El juicio eudamonista indica que las emociones
posibilitan ver el mundo desde el punto de vista de nuestros objetivos y
proyectos. Las emociones se relacionan con algo que resulta relevante para
nuestro bienestar, con las cosas a las que asignamos valor en el marco de lo
que para nosotros significa una vida buena.
Pero los estoicos no se
diferencian de los grandes pensadores que les antecedieron, pues tanto Platón
como Aristóteles piensan en el mismo sentido: la emoción puede modificarse si
se modifica la creencia que le dio origen. Esto implica, desde luego, la
práctica de un autoexamen habitual que permita al sujeto develar los
pensamientos y creencias que detonan una particular emoción y confrontarlos con
la realidad mediante un ejercicio racional. Éste es el papel del juicio
eudaimonista que busca el examen de la propia emoción y de las creencias y
valores que la sostienen. Entre las creencias que están en la base de una
emoción destacan, particularmente, las posturas valorales acerca de lo que es
bueno o malo, justo o injusto, digno de premio o de castigo.
Las emociones, para
Nussbaum (2008), se encuentran estrechamente asociadas a una red compleja de
creencias y valoraciones que están ligadas entre sí por el sentido que
atribuimos a la propia vida, al reconocernos como seres vinculados a otros, de
quienes dependemos, para quienes somos importantes y quienes nos son
significativos. El sentido de vida está vinculado con el apego a las personas
importantes para nosotros, y en este punto, se separa del ideal estoico del
desapego: la vida humana tiene sentido en las relaciones de apego que
establecemos al vincularnos por el sentimiento de amor, y no por la motivación
del cálculo utilitario. Esto emerge al pronunciar un juicio evaluador
eudaimonista sobre determinadas situaciones que afectan vitalmente el sentido
de la vida y en favor de aquello que permite, justamente, el florecimiento de
la vida humana.
Como Narváez, Nussbaum resalta el papel de la imaginación en la función
del juicio evaluador eudaimonista. La imaginación aporta elementos clave que dan
densidad a la experiencia y la alejan del razonamiento frío y abstracto; entra
en juego aportando lo que los pensamientos eudaimonistas no pueden proporcionar
por sí solos:
La experiencia de la
emoción rebosa cognitivamente, es densa de modo que una perspectiva
proposicional-actitudinal no captaría, y probablemente sea acertado pensar que
tal espesor es, habitualmente, si no siempre, un rasgo necesario de la
experiencia de una emoción como la aflicción. Esto significa que lo propio de
las emociones es su conexión con la imaginación y con la representación
concreta de acontecimientos en la misma, lo cual la distingue de otros estados
de juicio más abstractos… a menudo la imaginación está en juego aportando más
de lo que los pensamientos eudaimonistas proporcionan por sí solos (Nussbaum,
2008, pp. 88-89).
Para
conocer más el papel que Nussbaum asigna a las emociones en la vida moral
conviene referirse a otra obra suya, Crear capacidades, en la que la
autora argumenta que existen ciertas capacidades que toda persona debería tener
derecho a desarrollar por ser esenciales para el florecimiento humano. Las
denomina capacidades centrales o “libertades sustantivas” que, para poder
ejercerse, requieren un ambiente social, político y cultural que las favorezca.
Entre ellas, destaca la llamada Sentidos,
imaginación y pensamiento, por la cual la autora defiende la posibilidad de
que “las personas puedan utilizar los sentidos, la imaginación, el pensamiento
y el razonamiento de un modo verdaderamente humano” (Nussbaum, 2012, p. 53). Este “modo
verdaderamente humano” se refiere a aquel que se posibilita cuando las personas
reciben una educación adecuada, que incluya tanto la lectoescritura como el
razonamiento matemático y una formación científica básica que les permita
comprender mejor la manera en la que el mundo funciona. Esta educación debe
incluir también el desarrollo de la imaginación y la sensibilidad estética, lo
mismo que la posibilidad de expresarse en formas artísticas y religiosas, de
acuerdo con el contexto social y la historia personal de cada quien. La
potencialidad de usar los sentidos, la imaginación y el pensamiento implica,
necesariamente, que los gobiernos garanticen no sólo una educación integral,
sino también la libertad de expresión en todos los niveles.
Otra
de las capacidades, que titula Emociones,
se refiere a la posibilidad de que una persona establezca lazos de afecto tanto
hacia sus semejantes como hacia las cosas. Incluye el derecho a pertenecer a un
determinado grupo social, sentir apego y poder experimentar procesos de duelo
ante la ausencia de los seres queridos. Nussbaum hace aquí hincapié en la
necesidad humana de poder sentir sin estar amenazado por el temor a ser
reprimido. Ésta es una capacidad verdaderamente interesante, porque marca una
diferencia significativa con la erradicación de las emociones y del apego
prescritas por los estoicos para el bienestar interior. Lejos de ser un
obstáculo, Nussbaum defiende que las emociones y el apego provocado por ellas
son un ingrediente indispensable del florecimiento humano, y eso es porque,
según explica en otro de sus libros, Paisajes
del Pensamiento:
Las
emociones… comportan juicio relativos a cosas importantes, evaluaciones en las
que se está atribuyendo a un objeto externo relevancia para nuestro bienestar,
reconociendo nuestra naturaleza limitada e incompleta frente a porciones del
mundo que no controlamos plenamente (Nussbaum, 2008, p. 41).
Así,
siguiendo la argumentación de los estoicos, para quienes las emociones tienen
un elemento cognitivo, toma distancia de ellos en el sentido de que no hay que
extirparlas, pues justamente nos hacen vivir la experiencia plenamente humana
de la propia insuficiencia y la necesidad de completarnos que todos tenemos. La
autosuficiencia no es un ideal bueno para la vida humana sino, por el
contrario, lo es la conciencia de nuestra interdependencia, nuestra
vulnerabilidad y, con ello, las emociones de la empatía, la compasión y la
solidaridad. Nussbaum llama así, a la suya, “perspectiva neoestoica” (2008, p. 49),
pues conviene con los estoicos en que las emociones tienen un factor cognitivo,
pero difiere de ellos en la necesidad de suprimirlas. Además, es preciso
aclarar que el hecho de que las emociones tengan un elemento cognitivo no
significa que emanen de un cálculo elaborado o de una reflexión profunda, sino
más bien que son el producto de recibir y procesar rápidamente la información
que proviene del mundo exterior al sujeto. Las emociones no se oponen al
pensamiento, sino que son formas de cognición valorativa acerca de algo y, por
tanto, tienen un carácter intencional, pero la relación con el objeto “es
interna y entraña una manera de ver” (Nussbaum, 2008, p. 50); es decir, la
emociones implican creencias sobre el objeto, a menudo muy complejas: “Para
sentir temor, como ya Aristóteles percibió, debo creer que es inminente un
infortunio, que su carácter negativo no es trivial, sino serio, y que impedirlo
escapa a mi completo control” (Nussbaum, 2008, p. 51).
Que
las emociones supongan juicios valorativos las hace ingrediente indispensable
de otra capacidad o libertad sustancial que la autora propone como necesaria
para el desarrollo humano: la Razón
práctica. Esta capacidad corresponde, justamente, a la dimensión moral de
la vida humana, en la que cada persona configura una idea del bien, del mal, de
la justicia o la injustica que le permite tomar decisiones sobre lo que su
conciencia le dicta como correcto en una determinada situación. Gracias al
desarrollo de esta capacidad la persona puede sentirse responsable de sus propias
decisiones y de las consecuencias que éstas puedan tener.
Hacerse
una idea de lo justo o injusto es un juicio valorativo y, por tanto, implica la
emoción. Como Narváez, Nussbaum sostiene que la vida moral no es la vida de un
sujeto racional despojado de afectividad sino, por el contrario, es el lugar
donde las emociones juegan un importante papel; tanto es así que es preciso
hablar de emociones éticas negativas, como la culpa, la indignación, el deseo de
venganza y el rechazo, o constructivas, como el amor, la paz interior y la
compasión. Nussbaum (2008, p. 338) advierte
que las emociones pueden, bien conectar al sujeto con el exterior, bien encerrarlo
en sí mismo:
Algunas
[emociones] expanden las fronteras del yo representándolo como compuesto en
parte por apegos intensos a personas y cosas independientes El amor y la
aflicción son paradigmas de tales emociones, y… la compasión empuja los límites
del yo más lejos todavía que ciertos tipos de amor. Por otro lado, algunas
emociones tienden más bien a establecer fronteras bien demarcadas en torno al
yo, aislándolo de cualquier contaminación procedente de objetos externos. El
asco es paradigmático de este tipo de emociones.
Las
emociones éticas que permiten el florecimiento humano son aquellas que
descentran al sujeto hacia lo otro que no es él, y entre todas ellas, Nussbaum (2008,
p. 345) destaca la compasión, cuya definición toma de Aristóteles como “una
emoción dolorosa dirigida al infortunio o sufrimiento del otro”, un sufrimiento
que nos parece serio e importante. El elemento cognitivo de esta emoción es el
reconocimiento de que somos afines al otro en la vulnerabilidad: “es lo que
crea la diferencia entre ver a los campesinos hambrientos como seres cuyos
sufrimientos importan y verlos como objetos distantes cuyas experiencias no
tienen nada que ver con la vida propia” (Nussbaum, 2008, p. 359). De este modo,
puede concluirse que, para ejercer la capacidad de la razón práctica, es decir,
para hacerse una idea de lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, es preciso
desarrollar la conciencia y la sensibilidad hacia la vulnerabilidad del otro
como un espejo de nuestra propia fragilidad.
Educar
en la compasión es una tarea crucial para la vida ética; no hacerlo implica
abrir la puerta a todas las crueldades de las que, desgraciadamente, la
historia da cuenta: desde el maltrato doméstico hasta la tortura y el
genocidio, todas son muestras de una vida emocional que ha amputado la
capacidad de compadecerse de los otros; son producto de personas que miran a
los demás como completamente diferentes. Como puede notarse, estas ideas
concuerdan de manera muy evidente con el sentido que Darcia Narváez atribuye a
lo que ella llama la “imaginación comunal”, de donde brotan el altruismo y la
compasión como impulso de la vida moral.
La
compasión, como el amor, nos hermana con los otros, y este sentimiento de
hermandad es el que hace posible el desarrollo de otra capacidad referida por
Nussbaum, la de Afiliación, a la que
atribuye dos aspectos. Por un lado, se refiere a la posibilidad de entablar
relaciones profundas y duraderas con los demás para vivir una vida juntos, lo
que implica no sólo la empatía y la compasión, sino el respeto que está en la
base de toda relación constructiva. De ahí que el segundo aspecto de la
afiliación tiene que ver con la capacidad de sentir respeto por nosotros mismos
y no permitir abusos o tratos indignos en una relación. Para que esto sea
posible, es necesario que la sociedad y su sistema legal y de gobierno
garanticen condiciones de igualdad, especialmente en sociedades marcadas por
graves desigualdades, incluidas las de género.
Otra
capacidad esencial que también pertenece a la dimensión relacional del ser
humano, se refiere a la posibilidad de entablar una interacción próxima y
respetuosa con el medio ambiente, particularmente con las plantas y los
animales. De nuevo aquí las emociones tienen un papel clave para desarrollar
esta capacidad, especialmente las que descentran al yo, como la empatía y la
compasión. La conciencia de que la Tierra es nuestra “casa común” y de que
depende de nosotros cuidarla es lo que posibilita el sentimiento de especie,
que Edgar Morin (2013) considera como uno de los saberes cuyo fomento es necesario
en la educación del futuro, así como lo que él denomina la “ética planetaria”, que
supone el sentimiento de ser parte de la comunidad humana, y la conciencia
ecológica, lo que podría ser equiparable a la imaginación comunal o sentido de
comunalidad propuesto por Narváez, como se vio anteriormente.
Es muy interesante notar las coincidencias
esenciales de dos autoras que abordan el tema de la vida moral desde muy
diferentes perspectivas. Ambas conciben que la vida moral es algo mucho más
rico y complejo que un proceso de razonamiento moral, por profundo que éste
pueda ser, pues el razonamiento por sí solo no da cuenta de las verdaderas
motivaciones que animan la toma de decisiones y las consideraciones de las
personas al hacerlo. Ambas señalan el papel clave de la imaginación creadora,
no sólo para provocar estados emocionales, sino para presentar al razonamiento
diferentes escenarios y cursos de acción en el proceso de toma de decisiones.
En Darcia Narváez destaca el análisis de los
elementos de la vida moral: la sensibilidad, el juicio, la motivación y la
acción morales, y el papel preponderante que atribuye a las emociones en ella,
específicamente a la empatía y a la compasión para alimentar la imaginación
creadora que permite tomar perspectivas más amplias y sintetizarse en la
imaginación comunal, esa visión amplia y a largo plazo que asume las
consideraciones sobre lo justo y lo correcto, más allá de los intereses
egocéntricos y el cálculo utilitario. Sin la empatía, la interacción con el mundo
puede crear una mentalidad moral separada, caracterizada por un muy pobre
involucramiento emocional con el mundo, o incluso viciada, cuando hay una
interacción emocionalmente agresiva alimentada por el odio. Gracias a la
empatía, la interacción con los demás puede alcanzar una imaginación comunal centrada
en una interacción extendida, positiva y colaborativa que mantiene un sentido
del cuidado inclusivo, donde todos son tomados en cuenta a la hora de ponderar
una decisión y actuar desde una colaboración creativa, demostrando así el nivel
más alto de sensibilidad ética.
El razonamiento moral es
una pieza importante, pero no la única en la vida moral. Asumir que el
comportamiento moral se deriva del razonamiento consciente es ignorar las
raíces profundas de la experiencia vivida visceralmente, desde los estados del
cuerpo y las emociones. Desde las primeras etapas de la vida, las experiencias
sensoriales y subjetivas son la base para la creación de la reflexión lógica.
En el proceso de desarrollo del pensamiento simbólico, los seres humanos
aprenden a transformar las emociones básicas en una señalización emocional cada
vez más compleja que, eventualmente, permite la separación de una imagen o
deseo de la acción inmediata, y éste es, justamente, el nacimiento de las
ideas. De este modo, las estructuras ideoafectivas se inician en las etapas
tempranas de la vida y subyacen al funcionamiento moral (Narváez, 2010).
Ambas autoras coinciden
en que la intuición y el razonamiento se necesitan para la vida moral. La
deliberación permite a las personas evaluar las señales de la intención y la
construcción de razones, lo mismo que escudriñar su validez. La razón evalúa la
racionalidad que hay detrás de las actitudes instintivas, mientras que la
intuición brinda señales evaluativas para las conclusiones de la razón.
Martha Nussbaum también
sostiene que el razonamiento, por sí mismo, es insuficiente para alcanzar el
florecimiento humano. Lo que ella llama “juicio eudaimonista” es el equivalente
al juicio reflexivo del que habla Narváez, e incluye la densidad de la
experiencia emocional. En todas las
libertades sustantivas que posibilitan el florecimiento humano desde el punto
de vista de la eudaimonía, la emoción
juega un papel importante y tal vez ésa sea una de las razones por las que
Nussbaum considera que las emociones son eudaimonistas,
es decir, son un ingrediente importante del florecimiento humano.
Al igual que Narváez, Nussbaum señala que la vida moral
enriquecida no guarda vinculación con el razonamiento instrumental, que ve a
los demás como medios para alcanzar sus fines individualistas; no privilegia
una visión utilitarista de la felicidad, en la que los demás y las cosas son concebidos
sólo como medios para la propia satisfacción del sujeto. La concepción eudaimonista, en cambio, considera que
tanto las acciones virtuosas del sujeto como sus relaciones recíprocas –lo
mismo en el nivel personal que en el social–, en las que se ama al otro, son
partes indispensables para su vida plena. Otro punto de contacto entre las
autoras es la concordancia entre la idea de la imaginación comunal descrita por
Narváez, y el ideal eudaimonista de la vida plena descrito por Nussbaum, como
aquella existencia que persigue la justicia social como bien en sí mismo e
incorpora este valor en las acciones del agente, de modo que éste realiza
acciones justas porque las considera valiosas por sí mismas.
En este ejemplo se ve claramente que en la ética eudaimonista hay un componente subjetivo
o autorreferencial que tiene que ver con los propios planes, metas y objetivos
de acción y un componente heterorreferencial o de valoración general, que
considera los valores como fines en sí mismos. El componente subjetivo implica
al agente de manera personal, pero éste no actúa movido solamente por un
cálculo instrumental, sino porque considera hacer lo correcto en determinada
circunstancia, por el valor que está en juego en ella.
¿Dónde quedan, entonces, las emociones en este proceso?
Nussbaum (2008) señala que, justamente, el involucramiento personal que lleva
al sujeto a actuar sólo es posible por la experiencia de las emociones. Sin
ellas, el agente no se involucraría de manera personal. En este punto resulta
clara la coincidencia con el pensamiento de Narváez, que señala que las
emociones se encuentran en la base de la imaginación moral creadora, el juicio
reflexivo y la motivación que hacen posible la imaginación comunal, la
equivalente del florecimiento humano.
Sin duda, las teorías de Darcia Narváez y de Martha
Nussbaum nos abren un panorama muy prometedor en la búsqueda de la respuesta a
la pregunta sobre cómo debe vivirse la vida humana de manera plena, así como en
ver esta plenitud en la conexión emocional con los demás, evitar los razonamientos
basados en el frío cálculo utilitarista y, por el contrario, fomentar el apego
a las personas con quienes nos unen vínculos significativos, basar nuestros
juicios en la imaginación comunal que trasciende los sectarismos, las visiones
dogmáticas y excluyentes, y armonizar creativamente los distintos valores que
están en juego. Darcia Narváez apoyada en las neurociencias y Martha Nussbaum
mediante el método filosófico llegan a conclusiones muy parecidas y ofrecen una
brújula que orienta el verdadero florecimiento de lo humano.
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