REVISTA INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN
EMOCIONAL Y BIENESTAR 2024
VOL. 4 • NÚMERO 2 • JULIO-DICIEMBRE
ISSN ELECTRÓNICO: 2954-4599
PÁGINAS IX-XIII
https://doi.org/10.48102/rieeb.2024.4.2.105
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Sin duda, uno de los propósitos más relevantes de la educación emocional es
el desarrollo de competencias que permitan a las personas identificar, expresar
y regular sus emociones de tal modo que propicien el bienestar subjetivo y
social. El interés por la educación emocional no es principalmente teórico,
sino práctico: lo que busca el especialista en estos temas no se circunscribe
al qué (el contenido), sino que pretende abarcar el cómo (el saber hacer).
Desde luego, es preciso conocer la teoría sobre los componentes biológicos de
las emociones, su origen y funcionamiento; saber cuáles son las funciones y
órganos cerebrales que están involucrados en este proceso e identificar los
componentes sociales y culturales que influyen en su expresión. Sin embargo,
todo este conocimiento tiene sentido en la medida en que podamos usarlo para
poder lidiar con ellas y construir estados de bienestar.
No existe consenso sobre el concepto de “competencias emocionales”. La
tradición norteamericana les llama skills,
término que se traduce al castellano como “habilidades”, y proviene de una
concepción de inteligencia emocional como un conjunto de habilidades, tal como
fue definida por Salovey y Mayer (1990): la habilidad de percibir, valorar y
expresar las propias emociones, la habilidad de generar emociones que faciliten
el pensamiento; la habilidad de comprender las emociones y regularlas para
promover el propio crecimiento emocional e intelectual. Esta propuesta se
distingue de los modelos mixto o complejo que incluyen, además de habilidades
emocionales, rasgos de personalidad y habilidades cognitivas y sociales, como
es el caso del enfoque de Goleman (1997) y el modelo de Bar-On
(2005). Los modelos complejos de inteligencia emocional son más afines al
concepto de competencia, que, a su vez, es más complejo que el de habilidad, ya
que incorpora elementos cognitivos y actitudinales, aunque en el lenguaje
cotidiano ambos términos se utilicen a menudo como sinónimos. En general, la
competencia puede definirse como un conjunto de conocimientos, habilidades y
actitudes que posibilitan que una persona se desempeñe con éxito en determinado
contexto (Tobón, 2010). Ser competente implica haber pasado por un proceso de
aprendizaje en el que las capacidades humanas se desarrollan en un ambiente
favorable que permite que los conocimientos, las habilidades y ciertas
actitudes y valores se integren de tal manera que una persona pueda
desempeñarse idóneamente.
La educación basada en competencias implica un cambio de paradigma en el
que el profesor deja de ser el transmisor de conocimiento y el alumno el
receptor, para enfatizar el papel de este último como protagonista activo de su
propio proceso de aprendizaje, el cual, además, no se circunscribe a la adquisición
de conocimientos sino a la formación en habilidades, valores y actitudes. El
papel del maestro o la maestra consiste en promover procesos de aprendizaje
privilegiando siempre el papel activo y propositivo del estudiante para que
pueda integrar saberes, habilidades, valores y actitudes al enfrentar un
desafío o problema. La finalidad de este enfoque es acercar la formación
escolar o académica a las problemáticas del mundo real y promover así el
aprendizaje significativo.
Al trasladar este planteamiento general de la educación basa- da en
competencias al campo de la educación socioemocional, encontramos que la
concepción de competencias emocionales resulta más apropiada que el enfoque de
habilidades, pues coincide con los modelos mixtos de inteligencia emocional,
los cuales incluyen rasgos de personalidad, capacidades y habilidades
cognitivas y se trata de movilizar todos estos recursos para conocernos a
nosotros mismos, expresar y regular nuestras emociones, establecer relaciones
constructivas con los demás y construir estados de bienestar.
Las competencias emocionales, según la definición de Bisquerra et al.
(2007, p. 69), son “el conjunto de conocimientos, capacidades, habilidades y
actitudes necesarias para comprender, expresar y regular de forma apropiada los
fenómenos emocionales”. Al ser competencias abiertas, siempre son susceptibles
de perfeccionamiento al enfrentar diversas experiencias.
El tema de las competencias emocionales es muy amplio y enfrenta retos
importantes, por ejemplo, cómo determinar cuáles son las competencias
emocionales relevantes; cómo identificarlas y medir su grado de desarrollo,
cómo implementar un curso o experiencia educativa para desarrollarlas y evaluar
el grado de logro en la formación de estas competencias, cuánto tiempo se
requiere para adquirir el dominio aceptable de cierta competencia, cómo diseñar
estrategias de aprendizaje adecuadas, y otras preguntas similares de las que no
contamos con una respuesta única y universal. Justamente, eso es lo que hace
apasionante el tema, ya que cada experiencia aporta una nueva perspectiva y
ofrece nuevas posibilidades de análisis.
En el número que ahora presentamos se abordan aspectos muy importantes de
las competencias emocionales, y cada artículo brinda nuevos conocimientos que
provienen de investigación de corte em- pírico o documental. Por ejemplo, uno
de los desafíos es el de encontrar un buen instrumento para medir las
competencias emocionales, tema que se trabaja en uno de los textos que presenta
los hallazgos de la aplicación de un cuestionario para evaluar el desarrollo de
competencias en una muestra de adultos mexicanos, lo cual sin duda invita a la
realización de otros estudios similares.
Uno más de los trabajos presenta una investigación que busca conocer el
nivel de desarrollo de las competencias socioemocionales y determinar su
correlación con el rendimiento académico en una muestra de alumnos de sexto
grado de primaria. Las autoras argumentan la necesidad de que los profesores no
se centren sólo en aspectos cognitivos, sino que promuevan el desarrollo
afectivo mediante la gestión de competencias socioemocionales.
Otros investigadores nos comparten los resultados de un estudio cualitativo
de corte etnográfico sobre la competencia llamada conciencia emocional de
docentes en formación, que toma como referencia el modelo pentagonal de
competencias emocionales pro- puesto por Bisquerra y Mateo (2019). El estudio resalta
la importancia de conocer el nivel de desarrollo específico de una competencia
emocional para establecer las necesidades educativas del futuro maestro y las
estrategias pertinentes a su nivel de desempeño.
También encontramos en este número investigaciones de carácter teórico o
documental que contribuyen a clarificar términos y establecer relaciones
conceptuales entre distintos enfoques. Tal es el caso del artículo que pone a
dialogar a la Teoría Constructiva de las Emociones de Lisa Feldman y el abordaje
fenomenológico de las emociones del filósofo existencialista Jean Paul Sartre,
identificando las áreas en que ambas aproximaciones podrían colaborar y
complementarse para enriquecer la interpretación de las emociones desde un
acercamiento más vivencial.
Otro de los textos contribuye al estudio de las emociones en educación
infantil y primaria mediante una revisión bibliográfica; además de analizar
detalladamente los conceptos de emoción e inteligencia emocional, insiste en la
necesidad de detectar oportunamente las emociones en los menores para
contribuir a su buen desarrollo, y se proponen actividades con las cuales
dinamizar la educación emocional en los centros escolares.
Los ejemplos que se han presentado sirven para demostrar que los artículos
que integran este número contribuyen significativamente al conocimiento del
tema y ofrecen valiosas perspectivas para el diálogo académico entre quienes se
interesan por él. No hay que olvidar que, en el contexto actual, las
competencias emocionales se han convertido en un aspecto crucial para el
desarrollo personal y profesional, ya que influyen directamente en la calidad
de vida y las relaciones interpersonales al permitirnos comprender, gestionar y
expresar nuestras emociones eficazmente, al mismo tiempo que desarrollamos la
capacidad de interpretar las emociones de los demás, constituyéndose así en
pilares fundamentales para el bienestar personal, el desempeño laboral y la
convivencia social.
Las personas que desarrollan competencias emocionales muestran una mayor
resiliencia frente al estrés y los desafíos cotidianos. Por ejemplo, la
autoconciencia permite a las personas identificar sus emociones y necesidades,
lo que favorece la toma de decisiones más informadas y la construcción de una
autoestima sólida. La autorregulación, por su parte, previene respuestas
emocionales impulsivas o destructivas, como los arrebatos de ira o las crisis
de ansiedad.
En el ámbito educativo, las competencias emocionales tienen un impacto
notable en el éxito académico y social de los estudiantes. Incorporar la
educación emocional en el currículo escolar permite que los estudiantes
aprendan a conocerse, fortalezcan su autoestima, establezcan relaciones
saludables y tomen decisiones responsables (Fernández et al., 2006).
De igual manera, en la formación de profesionales a nivel universitario,
especialmente en áreas como psicología, enseñanza, trabajo social y salud, el
desarrollo de competencias emocionales es funda- mental. Estos profesionales,
debido a la naturaleza de sus funciones, a menudo se enfrentan a situaciones de
alta carga emocional y deben ser capaces de gestionar tanto sus propias
emociones como las de las personas a las que asisten.
Como se ha señalado, el desarrollo de competencias emocionales es un
proceso complejo que requiere práctica consciente y autoconocimiento. Esto
puede ser difícil en un entorno que prioriza la productividad y los resultados
tangibles por encima del bienestar emocional. Uno de los principales desafíos
es la escasez de tiempo y recursos dedicados a la educación emocional, tanto en
el hogar como en las instituciones educativas. Sin embargo, es preciso buscar
tiempo para ello, pues en un mundo cada vez más interconectado y desafiante,
las competencias emocionales se han vuelto imprescindibles para navegar con
éxito las complejidades de la vida moderna. Promover su desarrollo en todos los
contextos es una inversión va- liosa para el futuro de las personas y de la
sociedad en su conjunto. Esperamos que el presente número contribuya a avanzar
en este pro- pósito.
Bar-On, R. (2005). The Bar-On model of emotional-social intelligence (ESI). Issues in Emotional Intelligence, (1), 1-28.
Bisquerra, R., y Mateo, A. (2019). Competencias
emocionales para un cambio de paradigma en educación. Horsori.
Bisquerra, R., y Pérez, N. (2007). Las
competencias emocionales. Educación XXI, (10) 61-82. https://www.redalyc.org/pdf/706/70601005.pdf
Fernández-Berrocal, P., Alcaide, R.,
Extremera, N., y Pizzarro, D. (2006). El papel de la
inteligencia emocional en la ansiedad y la depresión entre los adolescentes. Investigación
de diferencias individuales, 4, 16-26. http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.460.6858&re-
p=rep1&type=pdfhttp://
Goleman, D. (1997). Inteligencia Emocional.
Kairós.
Salovey, P., y Mayer, J. (1990).
Inteligencia emocional. Imaginación, Cognición y Personalidad, 9(3),
185-211.
Tobón, S. (2010). La formación por competencias y
la calidad en la educación. Teoría y Praxis Investigativa,
(5), 1.
Hilda Ana María Patiño Domínguez
Universidad Iberomericana Ciudad de México, México
https://orcid.org/0000-0002-8863-7238