E-competencias e inteligencia colectiva. Propuestas para el desarrollo emocional en las interacciones en línea
E-competences and collective intelligence. Proposals for emotional development in online interactions
Ana Cebollero-Salinas
Departamento de Ciencias de la Educación, Universidad de Zaragoza, España
Pablo Bautista
Doctorado en Educación, Universidad de Zaragoza, España
Jacobo Cano
Departamento de Ciencias de la Educación, Universidad de Zaragoza, España
Santos Orejudo
Departamento de Psicología y Sociología, Universidad de Zaragoza, España
Ingreso: 21 de enero de 2021.
Aceptación: 24 de septiembre de 2021.
Cómo citar:
Cebollero-Salinas, A., Bautista, P., Cano, J., y
Orejudo, S. (2022). E-competencias e inteligencia colectiva. Propuestas para el
desarrollo emocional en las interacciones en línea. Revista Internacional de Educación Emocional y Bienestar, 2(1). https://rieeb.ibero.mx/index.php/rieeb/article/view/21
Resumen
La trascendencia que tienen las interacciones en línea en el desarrollo de los jóvenes hace necesario analizar
el papel que juegan las competencias emocionales en este contexto. En este
artículo se analizan algunas de las situaciones de riesgo que pueden
desarrollar los jóvenes, el ciberacoso y el abuso de las redes, y que tienen
relaciones con la gestión emocional en la red. Tras esto, se plantean dos
aproximaciones teóricas útiles para analizar el comportamiento de los
adolescentes en entornos virtuales. Por un lado, las e-competencias, entendidas
como recursos personales clave que pueden ayudar a entender estas conductas
problemáticas, y que pueden ser objeto de aprendizaje, y por otro, la
inteligencia colectiva en entornos virtuales,
un paradigma teórico y de investigación para el análisis de los procesos de
interacción en grandes grupos. Tras la conceptualización teórica de ambos
constructos, se presenta, en el primer caso, un modelo de e-competencias
generado en la investigación con adolescentes que propone cinco tipos de
e-competencias: e-conciencia emocional, e-regulación emocional, e-autocontrol
de la impulsividad, e-autonomía emocional y e-competencia social. En el segundo
caso, se expone el modelo de inteligencia colectiva desarrollado por
investigadores del Bifi, herramienta útil para probar si un modelo de
interacción en línea en grandes
grupos puede permitir desarrollar competencias emocionales.
Palabras clave: e-competencias, conductas en la
red, interacciones en línea, inteligencia colectiva
Abstract
The major function of online
interactions in youth development makes it necessary to analyze the role played
by emotional skills in that context. In this article, we analyze certain risk
behaviors that adolescents can develop: cyberbullying and cyber addiction,
which are closely related to the manner in which adolescents manage their
emotions in a virtual environment. We subsequently postulate two theoretic
approaches that may provide viable alternatives. The first one is e-skills,
understood as key personal resources that can help us grasp problematic online behavior:
e-skills can be learned. The second approach is based on collective
intelligence in online environments, a theoretical paradigm that enables us to
research and analyze interactions that take place in large groups. After having
conceptualized the two constructs, we present 1) an e-skills model derived from
research with adolescent subjects, proposing five types of e-skills: emotional
e-conscience, emotional e-regulation, e-self control of impulsiveness,
emotional e-autonomy, and social e-competence; and 2) the model of collective
intelligence developed by the University of Zaragoza Institute of Research in
the Bio-Computing and Physics of Complex Systems (Bifi). The latter tool is
useful in helping researchers to ascertain whether a model of online interaction
in large groups allows for the development of emotional skills.
Keywords: E-competences, online behavior, online interaction,
collective intelligence
Introducción
Internet y
los dispositivos móviles forman parte de la vida de los adolescentes. La
presencia constante de niños y adolescentes en entornos virtuales es un hecho
contrastado. El informe que realiza el Instituto Nacional de Estadística (INE,
2020) indica que, en España, 91.5% de los menores de 10-15 años utilizan el
ordenador y aún más elevado es el número de los que usan Internet (94.5%). Por
su parte, 69.5% de la población de estas mismas edades dispone de teléfono
móvil, siendo éstos los más participativos en las redes sociales (93.8%). Asimismo,
Díaz, Maquilón y Mirete (2020) evidencian que uno de cada tres adolescentes
afirma usar el móvil a todas horas, mientras que sólo 11% lo utiliza cuando lo
necesita.
Los estudios que analizan el uso de la tecnología
entre los adolescentes indican que los principales usos personales son la
participación en redes sociales, la mensajería instantánea, el intercambio de
fotos y videos y el visionado de videoclips (Stald et al., 2014). Según
Carbonell y Oberst (2015), las redes sociales son un entorno social dominante
donde los adolescentes construyen su identidad social dada la tendencia a la
hiperconectividad y los vínculos relacionales que se generan. Las mismas les
permiten expresar y desarrollar su personalidad, crear y reforzar
amistades, dar apoyo social y cultivar vínculos emocionales (Tang et al.,
2016). El atractivo de Internet en la adolescencia viene dado, en una gran
parte, por la facilidad en la interacción, la respuesta rápida y las
recompensas inmediatas (Echeburúa, 2012), por lo que proporcionan constantes
estímulos gratificantes que, si se utilizan de manera responsable, pueden
potenciar el desarrollo y proporcionar bienestar. De hecho, algunos estudios lo
relacionan con la mejora de procesos comunicativos (Hershkovzt y
Forkosh-Baruch, 2017) y potenciadores de la creatividad (Dumas et al.,
2017), además de su potencial de aprendizaje curricular. Sin embargo, estos
nuevos escenarios de relación, así como la utilización continuada de la
tecnología, pueden también generar efectos no deseables de carácter psicológico
y social. En la literatura se constatan, en relación con el uso de la
tecnología, consecuencias como la soledad (Ndasauka et al., 2016), la
ansiedad o FOMO (Santana-Vega, Gómez-Muñoz y Feliciano-García, 2019), el phubbing
y la falta de autocontrol (Álvarez y Moral, 2020) y la depresión (Hsieh et
al., 2018). Entre ellos, en los últimos años la literatura ha profundizado
especialmente en el ciberacoso y la adicción a la tecnología.
Ciberacoso
El ciberacoso es definido como el acto de carácter
agresivo e intencional que es llevado a cabo por un grupo de personas o un
único individuo a lo largo del tiempo y de forma reiterada contra una víctima
que no puede defenderse con facilidad, y a través del uso de ordenadores, teléfonos
móviles u otros dispositivos electrónicos conectados a una red (Patchin y
Hinduja, 2006, 2015; Smith et al., 2008). Aunque su investigación a lo
largo de los últimos diez años ha arrojado algo de luz sobre este fenómeno, su
identificación no resulta sencilla. Esto es debido a que ciertos factores como
la reiteración en el tiempo podrían ser suplantados por la viralización de un
contenido, del mismo modo que la intencionalidad no quedaría clara y el abuso
de poder estaría sujeto a una relación de carácter técnico (Patchin y Hinduja,
2015; Thomas, Connor y Scott, 2015).
Sin embargo, como destacan Ortega-Ruiz y Zych
(2016), el ciberacoso comienza en la vida social directa, trasladándose a la
vida social digital. Sufrir un acto de ciberacoso puede acarrear problemas de
carácter psicológico (Cowie, 2013) como depresión, baja autoestima o altos
niveles de ansiedad social, además de estrés, tristeza, falta de concentración,
frustración e ideaciones suicidas, en algunos de los casos (Schenk y Fremouw,
2012). Al igual que el ciberacoso puede tener un fuerte impacto sobre la salud,
la gestión de la inteligencia emocional tanto en víctimas como en agresores
ofrece nuevas perspectivas a tener en cuenta.
Baroncelli y Ciucci (2014)
confirmaron que aquellos que cometían actos de ciberacoso no se percibían a sí
mismos como personas con dificultades para captar las emociones propias o de
los otros, pero sí se sentían menos capaces que aquellos que no realizaban
ciberacoso de regular y utilizar sus propias emociones. En lo que respecta a
las víctimas de ciberacoso (Cañas et al., 2020), un bajo nivel de
inteligencia emocional implica que éstas sufren un fuerte deterioro en lo que
respecta a su autoimagen y su autoconfianza, hecho que radica en volverles más
vulnerables a las presiones sociales, a sentirse más rechazados por sus iguales
y a tener ansiedad social. Por tanto, el hecho de poseer unas buenas
capacidades emocionales disminuye la probabilidad tanto de realizar como de sufrir
actos de ciberacoso (Martínez-Monteagudo et al., 2019), pudiendo
gestionar situaciones como, por ejemplo, responder asertivamente a un ataque
verbal en línea.
Chan y Wong (2017) aseguran que
aquellos estudiantes con mayor empatía, autoestima, comportamiento prosocial y
buena cohesión familiar y escolar desarrollan estrategias emocionales con las
que hacer frente de manera efectiva al ciberacoso (Von Marées y Petermann,
2012; Sittichai y Smith, 2018). Sin embargo, aunque una buena competencia
emocional ayuda a que el alumnado supere eficazmente situaciones de ciberacoso
o que no se plantee realizarlas por sus consecuencias, la duda persiste en qué
lleva a cometerlos y a qué puede estar ligado.
Así, una de las hipótesis con más
apoyo sugiere que el ciberacoso estaría vinculado a distintos niveles de desarrollo
y razonamiento moral, que ayudarían a identificar tanto el acoso como el
ciberacoso como moralmente transgresores (Paciello et al., 2008; Malti,
Gasser y Buchmann, 2009) por el hecho de que dañan a una persona. Así, aquellas
personas con niveles de razonamiento moral más elevado tenderían a no
implicarse en situaciones de acoso o ciberacoso.
Este razonamiento moral se divide en dos emociones morales diferenciadas: el
desvinculamiento moral y la responsabilidad moral (Menesini et al.,
2003; Gini, 2006), entendidas como reguladoras de los actos negativos y
conectadas con la responsabilidad emocional, la cual incluye la evaluación
negativa de la culpa sobre uno mismo. En lo que respecta al ciberacoso, los
bajos niveles de moral y emociones morales que entran en juego con este
desvinculamiento estarían influidos por la ausencia de contacto directo entre
ciberacosador y víctima (Perren y Gutzwiller-Helfenfinger, 2012).
Entre las dos emociones morales
citadas, el desvinculamiento moral con el acto de ciberacoso sería uno de los
múltiples responsables de que esto se produzca (Kowalski et al., 2014).
Aquellos alumnos que participan en actos de ciberacoso tienden a justificarlos
separando su acto de las emociones negativas que implica y, por tanto,
desvinculándose moralmente de lo que han hecho (Bussey, Fitzpatrick y Raman,
2015). Precisamente, estudios recientes hallaron una relación significativa
entre el desvinculamiento moral y aquellos alumnos que realizan actos de
ciberacoso (Marín-Lopez et al., 2020a y 2020b; Gao et al., 2020).
Esto sería debido a que los
ciberacosadores con una baja capacidad para socializar utilizan este recurso
para quitar culpa a sus actos y sentir que realmente no están dañando a los
demás (Gao et al., 2020).
Abuso de internet
La tecnología desempeña un papel destacado en el comportamiento, las emociones
y los estados de ánimo de las personas cuando la usan (Frost y Rickwood, 2017).
Por sus características, entre otras muchas funciones, cualquiera que utiliza
Internet por trabajo o entretenimiento puede sentir alivio del malestar
emocional y recurrir a ella de forma constante siendo incapaz de controlar su
uso, limitando sus relaciones sociales o modos de diversión (Echeburúa y De
Corral, 2010).
Por
su parte, Young (1998) definió la dependencia de Internet como un deterioro
centrado en el control de su uso con manifestaciones sintomáticas a nivel
cognitivo, conductual y fisiológico, acarreando como consecuencias la
distorsión de los objetivos personales, familiares y profesionales. En la
literatura especializada no hay consenso en considerar este fenómeno una
adicción ya que el DSM-V no lo ha establecido como trastorno adictivo. Por ese
motivo la tendencia dominante es utilizar términos como uso problemático
(Caplan, 2010) o uso excesivo (Buckner et al., 2012), entendiendo que se
produce cuando la intensidad en el uso afecta al desarrollo de la vida diaria
del adolescente.
Hay ciertas características de
personalidad que correlacionan con el uso problemático de Internet como la
dificultad para el afrontamiento de problemas, la baja tolerancia a estímulos
desagradables (dolor o tristeza) o búsqueda de sensaciones fuertes (Cia, 2012).
Por otro lado, un uso intensivo de redes sociales (Müller et al., 2016),
dificultades en el manejo del estrés y desajustes en habilidades comunicativas,
predicen usos problemáticos de internet en adolescentes (Moral y Fernández, 2019).
Las competencias socioemocionales
son clave para el bienestar personal y para tener relaciones sociales
satisfactorias (Bisquerra y Pérez-Escoda, 2007). De ahí que la literatura haya
puesto su atención en estudiar aspectos socioemocionales en contextos virtuales,
evidenciando que favorecen un uso abusivo de Internet la falta de habilidades
sociales, de afrontamiento de las emociones (Lee y Han, 2010), la inestabilidad
emocional, la baja autoestima y altos valores en impulsividad cognitiva (Moral
y Fernández, 2019). En la misma línea, también se relacionan altas puntuaciones
en neuroticismo con tendencia a utilizar las redes sociales para regular el
estado de ánimo (Marino et al., 2018) o experimentar la sensación de
seguridad y de pertenecer a un grupo (Amichai-Hamburger et al., 2013).
Un reciente metaanálisis (Fumero et
al., 2018) identifica la baja asertividad y los déficits en las relaciones
sociales como factores que pueden llevar a los adolescentes a preferir la
comunicación en línea. El anonimato que
permite Internet reduce las demandas de comunicación y menores habilidades de
intercambio personal, potenciando a largo plazo menores competencias sociales.
En esta línea, Huaytalla et al., (2016) al analizar el papel de la
autoestima en el uso excesivo de Internet, indican que los adolescentes con
bajos niveles tienden a un mayor abuso de Internet para equilibrar ciertas
carencias en las interacciones cara a cara, adquirir seguridad, y compensar su
cohibición social y temor al rechazo. Otras investigaciones, como la de Malo-Cerrato
et al., (2018), caracteriza a los adolescentes en riesgo señalando bajos
niveles de autoconcepto emocional, académico o familiar, junto con factores
contextuales como no disponer de normas de uso y un patrón familiar de alto
consumo. Un reciente estudio de Assunção y Matos (2017) evidenció que los adolescentes
con un uso más problemático de Internet informaban de menor nivel de
estabilidad emocional y de apertura a la experiencia.
De manera adicional, existen
evidencias del papel protector que pueden desarrollar las competencias sociales
y emocionales en los adolescentes en el uso desadaptativo de Internet
(Arrivillaga et al., 2020). En esta línea, Casale et al. (2013)
sugieren que a mayores puntuaciones de inteligencia emocional hay una menor tendencia
a interactuar en línea y Gentina et al. (2018) constatan que altos
niveles de inteligencia emocional reducen los niveles de nomofobia, de los niveles
de la utilización de redes y regulación emocional en las mismas (Díaz y
Extremera, 2020).
E-competencias socioemocionales
Para
comprender mejor estos fenómenos, y a la vista del papel relevante que juegan
las competencias socioemocionales en ellos, hemos de plantearnos si la gestión
de las emociones en el contexto virtual son distintas respecto del
contexto presencial (face to face).
Hasta ahora, la mayor parte de investigadores evalúan las habilidades
socioemocionales fuera de línea y las consideran equivalentes a las habilidades
en línea, y sobre este planteamiento, analizan su relación con el uso de
Internet
No obstante, ya hay algunos estudios que plantean la necesidad de
distinguir esas competencias en los diferentes contextos, ya que las
referencias espacio-temporales donde tienen lugar difieren e influyen a la hora
de actuar (Zych, Ortega-Ruiz y Marín-López, 2017). En la literatura hay un grupo emergente de
trabajos que confirman que las personas expresan y usan las emociones en línea
(Derks et al., 2008; Sagioglou y Greitemeyer, 2014) e informan que la
excitación emocional en la Red promueve el intercambio de información virtual y
en el contenido emocional (Kramer et al., 2014; Stieglitz y Dang-Xuan,
2013) pudiendo adquirir dimensiones diferentes al amplificarse la audiencia.
Estas diferencias específicas entre los dos contextos se materializan en
que, en el contexto virtual, a diferencia del presencial, el individuo se
comunica a través de una pantalla limitando los elementos comunicativos no
verbales a pesar de utilizar emoticonos, por lo que resulta más complicado
conocer la intención del mensaje (González-Cabrera, Pérez-Sancho y Calvete,
2016). Además, los usuarios disponen de distintas herramientas de comunicación
de manera simultánea, facilitando con ello la multitarea y respuestas poco
reflexivas. Por otro lado, los grupos sociales con los que se interactúa pueden
llegar a ser muy numerosos de forma que, con cierta frecuencia, las relaciones
pueden ser más distantes (Serrano, 2016) y más desinhibidas (Suler, 2004). A
través de Internet, el acceso a la información es inmediato y eso influye en
nuestras conductas y en la búsqueda de gratificaciones, haciéndose más
accesible la búsqueda de nuevas sensaciones y la experimentación de pertenencia
al grupo.
Todo ello sugiere la necesidad de desarrollar un modelo de competencias
socioemocionales específicas para el contexto virtual, lo que hemos llamado las
e-competencias socioemocionales. Podríamos definirlas como los conocimientos, habilidades y
actitudes útiles para crear relaciones positivas con otros, y comprender y
gestionar las emociones con uno mismo y con los demás en el contexto virtual.
Hasta la fecha, en la literatura no existen modelos específicos. Sólo hay
algunas aproximaciones iniciales al adaptarse el TMMS-24 a entornos
interactivos (EIEI) (González-Cabrera, Pérez-Sancho y Calvete, 2016) obteniendo
las mismas tres dimensiones iniciales (atención, claridad y reparación emocional).
Además, Zych, Ortega-Ruiz y Marín-López (2017), al validar un cuestionario para
cuantificar el contenido emocional en línea, encontraron que, en entornos
virtuales, en contraste con el presencial, se diferenciaba la percepción de la
expresión emocional y había que tener en cuenta también si se facilitaba la
información emocional en la comunicación virtual además de gestionarla. Recientemente, Cebollero-Salinas et al. (2021)
han propuesto un modelo específico para el contexto virtual que tiene
como marco teórico de referencia el de Bisquerra y Pérez-Escoda (2007), compuesto de cinco competencias:
e-Conciencia
emocional. Definida como la capacidad para identificar y comprender las propias
emociones en el contexto virtual. Esta competencia tiene en cuenta matices
diferentes de los del contexto presencial, ya que la tecnología permite grabar
y reproducir los mensajes, por lo que las emociones pueden ser más intensas
llevando, por ejemplo, a procesos de rumiación o de reflexión (Serrano, 2016).
e-Regulación emocional. Es la
capacidad de generar respuestas adaptadas al contexto a partir de la
identificación de los estados emocionales generados en la comunicación en
internet. Vivir en un entorno con dificultad para reconocer la intención y el estado
emocional del otro implica un control de la desinhibición emocional para actuar
valorando que, tras la pantalla, existe una persona (Suler, 2004), por ejemplo,
gestionando posibles malentendidos.
e-Autocontrol de la impulsividad. Es la
competencia que supone inhibir respuestas impulsivas ante estímulos y demandas
sociales y de información que aparecen en Internet. La tecnología hace posible
la multitarea, la inmediatez en la accesibilidad a la información y la rapidez
en la comunicación, lo que reporta gratificaciones inmediatas (Caplan, 2010) y
dificulta el hecho de poder regular la impulsividad para evaluar la
información, analizar conflictos y tomar decisiones (Bar-On, 2006).
e-Autonomía emocional. Definida
como la competencia de sentirse capaz emocionalmente y valorarse en las
relaciones sociales virtuales sin depender de los procesos de reconocimiento y
negociación del estatus virtual. Es una dimensión que incluye características
de gestión personal sobre situaciones en la Red como la influencia de los
indicadores de comparación social virtual (por ejemplo, por el número de
seguidores) y la percepción del grado de integración en los grupos en línea (por
ejemplo, por las respuestas recibidas).
e-Competencia
social. Es la
competencia que desarrolla buenas relaciones y conductas prosociales en el
contexto virtual. Esta competencia ha de tener en cuenta que la vida social
digital es más rápida y con frecuencia más anónima. Se pertenece a grandes
grupos de personas y la comunicación no verbal está limitada, por lo que la
conciencia social y la conducta prosocial requieren mayor atención y
desarrollo.
Inteligencia colectiva
El
constructo de Inteligencia Colectiva se ha popularizado en los últimos años en
el campo del comportamiento humano a partir del estudio de Woolley et al.
(2010) publicado en la revista Science. El supuesto fundamental que
subyace a la inteligencia colectiva es que, cuando las personas trabajan en
grupo en diferentes tipos de tareas, su rendimiento grupal en las mismas es
superior a la media del grupo tomando en cuenta el rendimiento en las mismas
pruebas de cada miembro del grupo.
Este factor de inteligencia colectiva emerge en
situaciones grupales de tipo colaborativo, en las que los miembros del grupo
realizan tareas que requieren la agregación de sus productos. En el citado
estudio (Woolley et al., 2010), se comprobó este efecto con 192 grupos
de dos a cinco personas trabajando en tareas solución de problemas, puzzles,
tareas de razonamiento verbal y matemático, negociación o razonamiento moral.
Aparte de este rendimiento grupal, otro dato más se
alegaba para hablar de inteligencia colectiva. Así, al estudiar mediante
análisis factorial los resultados de estas pruebas, los investigadores encontraron
que las mismas se agrupaban en un único factor, el de Inteligencia colectiva, cuya
puntuación podría estar por encima de la media de los individuos que formaban
el grupo, el denominado factor C, con escasa relación con la inteligencia
general con los miembros del grupo (Woolley et al., 2010). No existen
apenas estudios de réplica de esta pesquisa por investigadores independientes al
grupo de Woolley, quienes sí han analizado otros aspectos teóricos. En uno de
estos estudios, comprueban que el resultado es parecido al plantear otro tipo
de tareas más complejas, como jugar al ajedrez contra una computadora o
completar tareas de diseño arquitectónico complejo (Woolley y Aggarwal, 2020).
Un intento adicional de poner a prueba
el concepto de inteligencia colectiva ha sido trasladar las interacciones cara
a cara como las planteadas por Woolley en sus diferentes estudios a entornos
virtuales y con grupos de tamaño más amplio. Una primera aproximación la han
supuesto los estudios sobre la denominada crowd inteligence. En los
mismos, un grupo de personas amplio se enfrenta a un problema o situación de
relativa dificultad, y sin una solución específica, intenta buscar alternativas
nuevas. Son problemas amplios, globales y con gran cantidad de repercusiones
que habitualmente son planteados en los procesos de innovación (Bernstein,
Shore y Lazer, 2018).
Es difícil probar que, en este contexto, del grupo,
emergen soluciones creativas y adecuadas para el problema. Algunos estudios
avalan la posibilidad de que tales resultados emerjan, pero también se detectan
algunas dificultades (Toyokawa, Whalen y Laland, 2019). Algunos fenómenos que
limitan la calidad de la actuación del grupo pueden ser, por ejemplo, un gran
número de participantes que no colaboran en la tarea, la aparición de
respuestas extremas, procesos de retroalimentación poco adecuados, un
exceso de copia de las respuestas de otros o una gran dispersión de respuestas.
La influencia social parece ser un factor muy relevante en este contexto. Así,
cuando existen roles de liderazgo o de prestigio muy marcados, se produce una
reducción notable de la creatividad en el proceso o un exceso de copia de las
respuestas ofrecidas por otros participantes.
Las condiciones bajo las que pueden aparecer
respuestas de calidad aún no son conocidas. Toyokawa, Whalen y Laland (2019)
plantean que características de los participantes, como la tendencia a la
conformidad, o el grado de estructuración de la tarea, pueden ser variables a
tener en cuenta. Un factor clave parecen ser las estrategias de aprendizaje
social que emergen durante el proceso de interacción entre los participantes,
que cuando se orientan al acuerdo y a la búsqueda de la solución, generan
resultados de calidad. En cualquier
caso, los procesos de interacción dentro de estos grupos son el factor clave
para explicar su rendimiento (Bernstein et al., 2018). Un elemento que
aparece como una condición importante para favorecer que el trabajo de la
interacción colectiva sea beneficioso es la aparición de un nuevo rol
diferenciado del grupo, el de facilitador (Bigham, Bernstein y Adar, 2018).
Este rol conlleva el control y el manejo del grupo, resolviendo algunos de los
problemas que emergen en el proceso de trabajo colectivo, facilitando que esta
interacción tenga una mayor productividad, la denominada “crowd fertilización”.
En un intento de poner a prueba la
posibilidad de generar inteligencia colectiva en entornos colaborativos
virtuales de grandes grupos, investigadores del Instituto Universitario de
Investigación de Biocomputación y Física de Sistemas Complejos (Bifi) de la
Universidad de Zaragoza y la empresa Kampal Data Solutions han creado la
herramienta Thinkub (Kampal, s. f.). Su objetivo es generar un modelo de
interacción que permita la emergencia de soluciones de gran calidad a los
problemas planteados, es decir, la emergencia de inteligencia colectiva. Para
ello, trata de resolver algunos de los problemas de las interacciones de
grandes grupos, por ejemplo, la ausencia de respuestas de algunos
participantes, la aparición de respuestas extremas, la copia de respuestas
según el prestigio de los participantes o la proliferación de múltiples
respuestas. Para ello, el sistema usa diferentes medios. Así, por un lado,
modula el trabajo a través de diferentes fases de interacción, que parten del
trabajo individual, pasan por fases de interacción sucesiva y culminan con una
fase de supresión de respuestas con base en el criterio de popularidad. Este módulo
final hace el rol del moderador del grupo y parte del supuesto de que el modelo
puede generar respuestas de gran calidad.
Los estudios con Thinkub resultan atractivos
para los investigadores al contar con un entorno experimental en el que pueden analizar
este tipo de interacciones. Evidencias iniciales se encuentran en Orejudo et
al. (2021), en el que se exponen los resultados de un estudio inicial
realizado con estudiantes de Primer curso de Bachillerato enfrentados a
problemas de índole científico, problemas de matemáticas o física, pero también
de naturaleza moral, con cuestiones como el ciberacoso. Esto abre las puertas
al uso de este tipo de modelos con fines educativos, por ejemplo, para trabajar
contenidos clásicos de asignaturas como la resolución de problemas y casos que
asumen la interacción entre los participantes (Jahreie, 2010) y que se pueden
ver potenciadas con la interacción en línea (Kim, 2011). Tampoco es desdeñable
la posibilidad de enseñar contenidos de tipo moral o emocional, siendo con ello
una puerta para el desarrollo de competencias socioemocionales y, por qué no, de
e-competencias.
Discusión y conclusiones
Las interacciones en línea cada vez están más
presentes en los procesos de desarrollo de los jóvenes y adultos. Nos acercamos a las redes sociales como medio para el
aprendizaje, para socializar o divertirnos o para la búsqueda y mejora del empleo, creando, por ejemplo, nuestra marca personal.
Durante la adolescencia,
crear y mantener una red de amigos se considera vital. Esta etapa se
caracteriza por ser un periodo de búsqueda de la identidad, que va asociada al
reconocimiento social y al sentimiento de pertenencia (Valkenburg, Koutamanis y
Vossen, 2017). Dado el actual contexto de hiperconectividad y que las
competencias socioemocionales se relacionan con menos dificultades en la vida
cotidiana y mayor satisfacción con la vida (López-Cassá, Pérez-Escoda
y Alegre, 2018), menor agresividad y conductas antisociales
(Inglés et al., 2014),
mejores estrategias de
afrontamiento (Resurrección, Salguero y Ruiz-Aranda, 2014) y contribuyen al
aprendizaje activo (Molinillo et al., 2018), su desarrollo en contextos
virtuales puede suponer un avance relevante. Los datos ofrecen evidencias para
desestigmatizar el uso inadecuado de las redes sociales encauzando iniciativas
de interés socioeducativo, emocional y profesionalizante para formar a los
adolescentes como parte activa de una ciudadanía digital crítica, global y
solidaria.
Como en otros contextos, los
educadores, las familias y las instituciones
tienen la tarea de desarrollar habilidades para la vida, y, sin lugar a dudas,
parte de esa vida ocurre en Internet. Por ello, la educación socioemocional
virtual es absolutamente necesaria para que los adolescentes sientan, piensen y
decidan mientras interactúan en línea, y por tanto se capaciten para afrontar
mejor los retos que plantea la vida cotidiana en la que crecen (Goleman, 1995).
Se ofrecen
datos que pueden orientar en este sentido a las distintas administraciones
educativas para implementar políticas socioeducativas desde la perspectiva del
uso responsable de las redes sociales. No
obstante, para avanzar en este reto, es necesario conocer mejor las condiciones
que determinan las interacciones en Internet, las competencias que pueden ser
útiles en este entorno y desarrollar más modelos que ayuden a la investigación
y al desarrollo de programas para los implicados en este proceso. Nuestra
propuesta de e-competencias surge con el objetivo de conocer
mejor las condiciones que favorecen interacciones no problemáticas en Internet
y ser la base para el desarrollo emocional de los jóvenes.
Desde esta perspectiva, urge abordar una revisión crítica acerca del
currículum en la formación del alumnado de las distintas etapas educativas para
desarrollar competencias e-emocionales que les permitan un mayor y más pleno
desarrollo en las distintas facetas de la vida. Nos parece fundamental exponer
cómo el desarrollo teórico de los paradigmas de
inteligencia colectiva puede ser útil para analizar los procesos de interacción
en Internet. De estos modelos, la propuesta desarrollada por el Bifi es una
puerta abierta para investigadores, a la espera de un mayor desarrollo para
usos socioeducativos.
De manera novedosa, se ofrece dicha propuesta para conectar a diferentes
instituciones educativas, profesionales y proyectos, en los que se interactúe
en red, colaborativamente, para la resolución de problemas morales y de
diferente tipo, de manera cooperativa.
Por último, entre las limitaciones que hemos afrontado se encuentra la
necesidad de ampliar con muestras heterogéneas y desde contextos
internacionales la participación desde estas plataformas colaborativas, así
como afrontar con decisión las necesidades que los profesionales del ámbito socioeducativo
plantean para mejorar la cantidad y calidad de las interacciones en red.
Se abren futuras líneas de investigación de creciente interés
relacionadas con el desarrollo de estas plataformas donde la inteligencia
colectiva en red puede realizar grandes y efectivas aportaciones para el
desarrollo de las competencias e-emocionales en el periodo de la infancia y la
adolescencia.
Referencias
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