La neurociencia como fundamento de la educación
emocional
Neuroscience as a Basis of Emotional Education
David Bueno
Facultad de Biología, Universidad de Barcelona,
España
Fecha de recepción: 13 de
diciembre de 2019.
Fecha de aceptación: 20 de
mayo de 2020.
Resumen
Educar es, según el
diccionario, “desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales
del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.”.
Procede del vocablo latino educare, textualmente “e” (por “ex»”), es
decir, fuera, y “ducare”, conducir. Educar es, por consiguiente,
“conducir desde fuera”. Sin embargo, una de las aspiraciones máximas de la
educación debe ser contribuir a que los niños, los adolescentes y los jóvenes desarrollen
capacidades que les permitan conducirse a sí mismos, para que sean no sólo los
protagonistas, sino también los directores de su propia vida. La capacidad
cognitiva que se relaciona con esta capacidad de dirigir la propia vida forma
parte de las denominadas funciones ejecutivas, una de cuyas vertientes más
importantes es la gestión emocional, que es imprescindible para la toma de
decisiones reflexivas. La educación emocional se convierte, por este motivo, en
un aspecto clave de la educación de las personas. Esta afirmación, sustentada hace
ya algunas décadas desde la pedagogía y la psicología, ha encontrado también un
soporte equivalente con los avances de otro campo del conocimiento, la
neurociencia. En este artículo se aborda el tema de la generación y la gestión
de las emociones en un contexto neurocientífico, a partir de las áreas
cerebrales implicadas, y se relaciona con un concepto crucial para fomentar el
bienestar y la dignidad individuales y colectivas, el éxito vital, que es la
sensación subjetiva de sentirse razonablemente bien con uno mismo y con su
entorno, de forma proactiva y transformadora.
Palabras clave: educación
emocional, neurociencias, control emocional, bienestar
Abstract
To educate is,
according to the dictionary, "to develop or to improve intellectual and
moral faculties of the child or young person through precepts, exercises,
examples, etc.". It comes from the Latin word educare, literally
"e" (for "ex"), that is, outside, and "ducare",
to drive or to guide. Educating is, therefore, "driving or
guiding from the outside." However, one of the highest aspirations of
education must be to help children, teenagers and young people to develop
capacities allowing them to drive themselves, so they become not only the
protagonists but also the directors of their own lives. The cognitive ability
related to the capacity to be the directors of our own life is part of the
so-called executive functions, one of whose most important aspects is emotional
management, which in turn is crucial to take thoughtful decisions. For this
reason, emotional education becomes a key aspect of people's educational
process. This statement, which has been underpinned for several decades from
both pedagogy and psychology, has also more recently found equivalent support from
the advances of another field of knowledge, i.e. neuroscience. This article
addresses the issue of emotion generation and management in a neuroscientific
context, based on the involved brain areas, as well as their linkage to a
crucial concept for fostering individual and collective well-being and dignity,
i.e. life success, which can be defined as the subjective state of feeling
reasonably well with oneself and the environment, in a proactive and
transformative way.
Keywords: emotional education,
neurosciences, emotional control, wellbeing
Hace exactamente 30 años, Peter Salovey y John Mayer, en su artículo original, publicado el 1 de marzo de 1990 (Salovey y Mayer, 1990), definieron la inteligencia emocional como un conjunto de habilidades que contribuyen a la evaluación y a la regulación de la expresión de la emoción en uno
mismo y en los demás, y el uso de los sentimientos para motivar,
planificar y alcanzar un
estilo de vida propio. En todo este tiempo, muchas disciplinas
académicas han aportado nuevos datos a estos conceptos, como la psicología,
la sociología y la pedagogía. Y también lo ha hecho la neurociencia, que ha
revelado los procesos neuronales subyacentes a las emociones, incluyendo su generación y su gestión consciente. En
este artículo se exponen las bases biológicas
de las emociones y de su regulación, lo que permitirá discutir la importancia
de un concepto que entronca directamente con la educación emocional, el
denominado éxito vital. Esto es, la sensación subjetiva de
bienestar; un bienestar que, lejos de ser acomodaticio,
se presenta como proactivo y transformador.
Las
aportaciones de la neurociencia no son esencialmente diferentes
de las que aportan otras disciplinas que han investigado la función y la importancia de
las emociones humanas: la
gestión emocional es clave para llevar una vida propia,
pero integrada en el entorno, que sea digna y dignificante. Los avances en neurociencia permiten dar
un fundamento biológico a la educación
emocional que, sumado
a los fundamentos pedagógicos, psicológicos y sociológicos, contribuye a la comprensión del
conjunto. En muchas
ocasiones, las únicas diferencias entre las diversas
disciplinas interesadas en las emociones radican en la terminología específica utilizada, que es propia
de cada disciplina académica, pero no en su
significado profundo. Por ejemplo, lo que en psicología suele denominarse inteligencia emocional, desde la neurociencia
vendría a ser un aspecto específico
de la inteligencia global
de la persona puesto que, a nivel de actividad neuronal, ésta funciona como un todo integrado, y es la suma de muchos componentes cognitivos diferentes.
Algunas obras de referencia en el campo de la neurociencia aplicada a la
educación emocional que han sentado las bases biológicas de este campo de
investigación y que, por consiguiente, deben ser tenidas en cuenta,
son las de Lane y Nadel (2002), Gazzaniga y Mangun
(2014), Kolb y Whishaw (2017) y Banich y Compton (2018). Cabe citar también las
principales revistas especializadas de reconocido
prestigio académico y
científico que abordan con regularidad esta temática, como por ejemplo Social Cognitive and Affective Neuroscience; Nature Reviews Neuroscience; Neuroscience and Biobehavioral Reviews. En lo que respecta específicamente a
la neurociencia afectiva (affective
neuroscience), entre
los autores más reconocidos cabe
citar a Damasio (2010), Davidson (2000, 2003), Davidson y McEwen (2012), LeDoux (1999) y Panksepp (2004, 2012), entre otros. Remitimos a estas obras para profundizar en lo que en
las páginas siguientes se esboza en cuanto a la
neurociencia como uno de los fundamentos de la educación emocional.
Cabe destacar que
la gestión emocional, que constituye un
elemento central de la educación emocional,
y que se relaciona con la meta cognición y la
toma de decisiones
(Holian, 2006), se correlaciona directamente con el denominado éxito vital, que se
puede definir como la sensación subjetiva de sentirse razonablemente bien con
uno mismo y con su entorno, pero no de forma acomodaticia y pasiva, sino proactiva y
transformadora (Bueno, 2019). En este sentido,
recordar que vivimos en un mundo dinámico y cambiante, y por ello incierto (en el sentido de que no podemos saber qué dirección tomarán las novedades
en el futuro), por lo que la gestión proactiva de este dinamismo, por decisión
reflexiva, contribuye a mantener la sensación de bienestar. Se puede comparar con el país de la reina Roja, uno
de los personajes del libro Alicia en el país de las maravillas (A través del espejo), de Lewis Carroll. En este país
imaginario sus habitantes no pueden dejar de correr, puesto que el país se
mueve tan rápido que, si dejan de correr, automáticamente se quedan atrás. Del mismo modo, en
cuanto a la percepción de bienestar en un entorno dinámico, cambiante e
incierto, la toma de decisiones proactiva, que precisa de la gestión emocional
es lo que permite mantener o aumentar dicho bienestar emocional (Brunstein et al., 1998; Ostir et al., 2000; Schutte et al., 2002; y Fredrickson y Joiner, 2002).
Comprender el origen neuronal y evolutivo de las emociones y de su gestión
resulta, por consiguiente, crucial para comprender su papel en el
comportamiento humano.
Desde la perspectiva biológica, las emociones
son patrones de conducta preconscientes que se desencadenan de manera impulsiva
ante cualquier situación que requiera respuesta rápida e inmediata (Bueno,
2017, 2019; Redolar, 2014, 2018). También un pensamiento interno puede
desencadenar una respuesta emocional. Son preconscientes, lo que implica que se
generan sin la participación de la consciencia, de forma automática, y sólo
posteriormente, una vez generadas e iniciado el curso de acción, pueden ser
racionalizadas y, en consecuencia, reconducidas en caso de que fuese necesario.
De hecho, ésta es la función biológica de las emociones y el motivo por el que
han sido favorecidas por la selección natural: permiten respuestas rápidas,
adaptativas ante situaciones que lo requieran, puesto que los mecanismos de
consciencia y raciocinio son mucho más lentos y consumen mucha más energía
metabólica.
Las respuestas emocionales
conllevan también, de manera automática, un estado de activación fisiológica
acorde con las necesidades del momento, en el cual participan el sistema
nervioso y el endocrino, e incluyen un amplio repertorio de respuestas motoras
y de comportamiento adecuadas a cada emoción y a cada situación (Redolar, 2014,
2018). Por ejemplo, el miedo es una emoción primaria que activa descargas
hormonales de adrenalina para activar la musculatura corporal e incrementar el
aporte de energía metabólica. Y hace lo mismo con el sistema nervioso
simpático, que se relaciona con comportamientos de activación relacionados con
la huida, para escapar de la posible amenaza o, alternativamente, con la lucha,
para defenderse de ella.
Además, enfatizando la
importancia adaptativa de las respuestas emocionales, se ha visto que, en el
momento preciso de tomar una decisión, las redes neurales que generan y
sustentan las emociones se encuentran muy activas. Las decisiones que se toman,
por consiguiente, se sustenta en procesos emocionales, y pueden incluir, o no,
procesos racionales. De lo que no pueden prescindir es de las emociones. Sólo
por este hecho, la gestión emocional es un elemento que debe ser cuidado y
entrenado, puesto que contribuye a tomar decisiones ajustadas a las
circunstancias, a las necesidades y a los deseos racionales de cada persona
(Holian, 2006).
Una de las pruebas más
concluyentes de la importancia de las emociones para la vida humana es que lo
primero que de forma instintiva quieren aprender los recién nacidos, es qué son
las emociones y qué transmiten. Pocos días después de nacer ya empiezan a fijar
su atención en la mirada de sus cuidadores, puesto que a través de la mirada
transmitimos constantemente nuestro estado emocional (Bueno, 2019). Sólo
observando los ojos de una persona podemos saber si está alegre, triste,
sorprendida, iracunda, etcétera. De esta forma, su primer contacto con el
entorno social es a través de las emociones, entendiéndolas, reproduciéndolas y
viendo que las demás personas las interpretan de la misma manera. A pesar de
que a menudo se suela usar la expresión de “seres racionales”, las personas
somos, ante todo, “seres emocionales” –lo que no quita que también podamos y
debamos ser racionales–. Precisamente la gestión emocional incluye la
racionalización de las emociones, lo que a su vez implica la comprensión de los
propios estados emocionales y los recursos necesarios para reconducirlos, si es
menester.
Las emociones son estados
mentales con una función reguladora que fomenta la supervivencia del organismo
al permitir respuestas adaptativas rápidas. La importancia adaptativa de las
respuestas emocionales radica en el hecho de que son mucho más rápidas que las
reflexivas y consumen mucha menos energía metabólica. Sin embargo, en la gestión
emocional interviene la racionalización de las emociones, lo que permite
verbalizarlas. A nivel neurocientífico, se considera que la racionalización y
la verbalización de una emoción constituye lo que viene a llamarse un
sentimiento. Sentimiento y emoción, por consiguiente, no son palabras
sinónimas, sino que se refieren a dos momentos diferentes, aunque por supuesto
vinculados, del proceso de respuesta emocional.
De forma general, suele
decirse que las emociones se generan en la amígdala cerebral, que forma parte
del sistema límbico, aunque, como otros muchos aspectos de las funciones
mentales, constituye una simplificación (véase la figura 1). No resulta
sencillo establecer las relaciones entre las distintas áreas cerebrales que
participan de las respuestas emocionales, puesto que en parte dependen de cada
emoción. Lo que, a su vez, depende de la situación que la haya generado. No es
lo mismo una amenaza que desencadene una respuesta emocional de miedo, que precisa
activar rápidamente la musculatura para huir, que una respuesta emocional de
ira, que suele ir acompañada de comportamientos agresivos que también precisan
de la musculatura, pero no para huir, sino para luchar. O que una respuesta
emocional de sorpresa, que debe activar otras funciones mentales como, por
ejemplo, la atención selectiva para focalizarse en el motivo que ha generado la
sorpresa y decidir con la mayor celeridad posible si puede tratarse de una
amenaza de la que se debe huir o de una oportunidad que active nuestra
curiosidad, para aprovecharla. De manera general, a pesar de que todas las
emociones se generan en la amígdala cerebral, en ellas también intervienen las
áreas cerebrales implicadas en la atención y en el umbral de activación (el
denominado tálamo), en la gestión de la memoria (el hipocampo), en las
sensaciones de placer y de recompensa (el estriado), en la consciencia (la
corteza cingulada) y en las funciones ejecutivas (la corteza prefrontal) (ver figura
1; para una explicación más extensa de los procesos neuronales asociados a las
respuestas emocionales, véase Redolar 2014, 2018).
El 1872, Charles Darwin,
padre de la teoría de la evolución mediante selección natural, publicó otra
influyente obra titulada La expresión de
las emociones en el hombre y en los animales, donde expuso que la capacidad
para expresar las emociones a través del rostro tiene ventajas evolutivas. Paul Ekman definió, en 1972, seis emociones básicas: la
ira, el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la sorpresa, que amplió
posteriormente (Ekman, 1993). Del mismo modo que con tres colores primarios
(azul, amarillo y rojo) se pueden generar todos los demás en una amplia paleta
de colores y de tonos, el mundo emocional genera un espectro muchísimo más
amplio. Además, a menudo las emociones se entrelazan con el estado de ánimo, el
temperamento, la personalidad, la disposición y la motivación, unos aspectos de
las funciones mentales en las cuales intervienen otras muchas zonas del
cerebro. Esto hace que no haya un acuerdo generalizado sobre el número de
emociones y su clasificación, puesto que en gran medida depende de la forma en
que se evalúen y de la interpretación que se les dé, evolutiva, neuronal o
social. Según la dinámica de la musculatura facial, por ejemplo, es posible
reducir el número de emociones básicas a sólo cuatro: la alegría, la tristeza,
el asco/ira y el miedo/sorpresa.
Determinados estudios
psicológicos, en cambio, han reconocido 14 emociones que han denominado irreductibles, que coinciden con las que
propuso inicialmente el filósofo griego Aristóteles en el siglo IV a.C., a
saber: el miedo, la confianza, la ira, la amistad, la calma, la enemistad, la
vergüenza, la desvergüenza, la compasión, la bondad, la envidia, la ira, la
emulación y el desprecio. El psicólogo Robert Plutchik, por
mencionar otro caso, propuso a mediados de siglo XX la existencia de ocho
emociones básicas: la alegría, la tristeza, la confianza, el asco, el miedo, la
ira, la sorpresa y la anticipación, las cuales se combinarían como una paleta
de colores para generar un número mucho más elevado de emociones secundarias,
como los colores y los tonos que se obtienen en la paleta de un pintor
(revisado en Plutchik, 2001). Aunque tal vez la clasificación más completa sea
la del pedagogo Rafael Bisquerra (Bisquerra 2009, 2015; Bisquerra y Laymus,
2016), cuya clasificación contempla más de 500 emociones, entre primarias y
derivadas.
Desde la perspectiva
biológica, todas las emociones son necesarias por su carácter adaptativo o,
dicho de otra manera, todas son indispensables para la supervivencia, según el
contexto. De ahí la importancia de la educación emocional, para comprenderlas y
gestionarlas de la manera más dignificante –y que contribuya mejor al
denominado éxito vital, como se discutirá en la parte final de este artículo–. Sea
como fuere, lo cierto es que las emociones son cruciales para la supervivencia
de los individuos e intervienen en todas las decisiones que tomamos
diariamente.
En clave educativa, esto
implica que es muy útil, por no decir necesario, incorporar emociones a los
aprendizajes (Bueno 2017, 2019). Cualquier aprendizaje que contenga aspectos
emocionales es interpretado por el cerebro como crucial para su supervivencia,
por lo que tiende a ser fijado con mucha más eficiencia. Aunque es importante
destacar que no todas las emociones son equivalentes en cuanto al uso posterior
de los aprendizajes, puesto que a nivel de conexiones neuronales los
conocimientos adquiridos, bien sean conceptos, actitudes o habilidades, hibridan
con las emociones que se generaron durante su adquisición. No va a ser lo mismo
que un aprendizaje se haya asociado al miedo que otro que lo haya hecho a la
sorpresa, o a la alegría o la tristeza. En todos los casos, estas emociones
facilitarán su fijación en la memoria a largo plazo, por el contexto en que se
van a continuar utilizando y las sensaciones que tendrá la persona cada vez que
necesite utilizar esos aprendizajes y pueden ser radicalmente diferentes. Y
también influirá en la percepción que cada persona adquiere de sí misma y de su
entorno, e incluso del propio proceso de adquisición de nuevos conocimientos.
Una educación basada en el
temor, por ejemplo, promueve personas poco propensas a generar cambios en su
propia vida, puesto que cualquier cambio implica la necesidad de adquirir
nuevos conocimientos, y el cerebro asocia esta adquisición a miedo. Sucede todo
lo contrario cuando la educación se basa en emociones de alegría, que transmite
confianza (y se aprende de quien se confía), y de sorpresa, que activa la
atención, la motivación y la curiosidad, y que genera sensaciones de bienestar.
De ahí la gran importancia de cómo se
transmiten los conocimientos, no sólo de qué
conocimientos se transmiten. Y, de nuevo, enfatiza la trascendencia de una
educación emocional adecuada, que permita una buena identificación y gestión de
las propias emociones.
Cuando el sistema límbico
genera una emoción emite diversas señales neuronales. Unas van destinadas a
iniciar directamente el comportamiento asociado a dicha emoción. Por ejemplo,
la emoción de miedo activa el hipotálamo para que se produzca una descarga de
adrenalina, que es una hormona cuya acción principal es activadora. Incrementa
la frecuencia cardíaca, contrae los vasos sanguíneos y dilata las vías
respiratorias, lo que permite un aporte extra de energía a la musculatura para
poder huir o para defenderse. La sorpresa, en cambio, activa el tálamo, lo que
permite fijar la atención y activar redes neurales de motivación y de
sensaciones de recompensa. Y la alegría activa redes neuronales de
socialización. Simultáneamente, cuando se genera una emoción, sea la que fuere,
también se emite otra señal neuronal hacia zonas de la corteza prefrontal del
cerebro, lo que permite tomar consciencia de la emoción desencadenada y de los
comportamientos asociados que ya se han iniciado. A partir de esa toma de
consciencia, que necesita también del tálamo como centro neuronal que marca el
umbral de consciencia, se abre la posibilidad de reconducirla reflexivamente. A
nivel neuronal, este es el momento clave sobre el que incide la educación
emocional (Hofmann et al., 2012).
La gestión emocional
implica la activación de áreas de reflexividad de la corteza prefrontal y se
relaciona con el control inhibitorio que emana de las funciones ejecutivas. Es
necesario, pues, hablar un poco de estas funciones ejecutivas. Éstas constituyen
un conjunto de procesos cognitivos que permiten regular y controlar otras
habilidades y conductas (Diamond, 2013). Permiten dirigir la conducta hacia la
consecución de objetivos y la resolución de problemas. Incluyen habilidades de
pensamiento como aprender, recordar, aplicar, analizar, evaluar y crear. Por
consiguiente, están implicadas, de un modo u otro, con todos los procesos
cognitivos. Operan mayoritariamente de manera preconsciente, pero su entrenamiento
a través de la práctica permite una mayor capacidad de autogestión personal.
Por este motivo, como se ha dicho, éste es el momento clave sobre el que incide
la educación emocional.
Las funciones ejecutivas
incluyen diversos procesos cognitivos, entre los que destacan la memoria de
trabajo, la flexibilidad cognitiva y el control inhibitorio de los impulsos. La
memoria de trabajo permite el almacenamiento y la manipulación temporal de la
información, lo que hace que sea imprescindible para los procesos reflexivos y
racionales y para la toma de decisiones. A su vez, la flexibilidad cognitiva se
refiere a la capacidad de visualizar distintas opciones ante una misma
situación y de cambiar el curso de acción sobre la marcha, para adaptarlo de
forma dinámica a las circunstancias cambiantes del entorno. Y el control
inhibitorio de los impulsos permite reconducir las emociones una vez que se han
generado, lo que es necesario para la consecución de metas conscientes que
impliquen recompensas a largo término. Las funciones ejecutivas son, como se ha
dicho, imprescindibles para la consecución de objetivos concretos, e incluyen
la capacidad de iniciar y finalizar acciones, es decir, de tomar decisiones
reflexivas, monitorizar y cambiar la conducta en caso necesario, y planificar
la conducta futura cuando uno se enfrenta a tareas o situaciones nuevas
(Missier et al., 2012; Rosi et
al.,
2019).
En este contexto, la
reflexividad debe ser percibida como opuesta a la impulsividad, siendo ésta la
respuesta preconsciente a un estímulo emocional. Puesto que la reflexividad es
también crucial para una vida satisfactoria, esto es, para el éxito vital que
he citado y que se va a desarrollar más en el próximo apartado, la gestión
emocional resulta clave para el desarrollo cognitivo de las personas. La
autorregulación emocional incluye la toma de conciencia del estado emocional
propio y de su comparación con el que sería deseable en ese momento para
armonizarlos, de manera que sean socialmente tolerables y personalmente
satisfactorios y dignificantes, lo que implica procesos de metacognición, es
decir, del análisis consciente de los propios procesos cognitivos, entre los
cuales la identificación y gestión emocional constituyen el nexo de unión entre
las funciones ejecutivas y la capacidad de autorregulación (Nigg, 2017; Roebers,
2017; Fitzgerald et al., 2018). En este contexto,
la flexibilidad cognitiva debe permitir ser lo suficientemente flexible para generar
reacciones espontáneas, pero al mismo tiempo autorregulada para reconducir estas
reacciones según sea necesario. La flexibilidad cognitiva, que también forma
parte de las funciones ejecutivas junto con el control inhibitorio de los
impulsos es, pues, otro elemento destacado de la gestión emocional. Ello
incluye una serie de procesos extrínsecos e intrínsecos responsables de
monitorear, evaluar y modificar las respuestas emocionales. La capacidad de
regular las emociones va madurando con la edad y no se alcanza hasta la edad
adulta. Es, además, una habilidad clave para la progresión académica de los
estudiantes (Duckworth et al., 2019).
En clave educativa, a pesar
de que la capacidad de regular las emociones vaya madurando con la edad, esto
no implica que a través de intervenciones pedagógicas no se pueda favorecer
este proceso, para contribuir a afianzarlo (Martin y Ochsner, 2016). Como en
cualquier otro tipo de aprendizaje, la forma de consolidarlo es trabajándolo y
usándolo, lo que permite establecer nuevas conexiones neuronales y fortalecer
las vías existentes en las zonas del cerebro implicadas (Bueno, 2016). En
resumen, a pesar de que las emociones sean preconscientes, el papel regulador
de la corteza prefrontal permite también una gestión consciente de los
aprendizajes emocionales, a través de las funciones cognitivas superiores, como
el raciocinio, la reflexión y la autoconciencia (Bueno, 2019).
Como se ha dicho, una de
las principales tareas de las funciones ejecutivas es la adecuación de los
comportamientos para alcanzar los objetivos vitales marcados. Y una buena
gestión de las funciones ejecutivas se correlaciona con el denominado éxito
vital. El éxito vital se refiere a la sensación subjetiva de bienestar, de
sentirse razonablemente a gusto siendo como se es, haciendo lo que se hace y
estando con quien se está. Dicho de otra manera más sencilla, equivaldría a
sentirse razonablemente feliz. Un bienestar, sin embargo, no es estático, puesto
que el entorno cambia y uno debe ir cambiando para mantener este estado
subjetivo de bienestar. Es, por tanto, un bienestar proactivo, transformador y
en transformación. En él intervienen, de forma destacada, la capacidad de
planificar futuros alternativos, lo que se relaciona con la flexibilidad
cognitiva; la capacidad de raciocinio y reflexividad, para valorar los pros y
los contras de estos futuros, lo que se relaciona con el control de la
impulsividad y, en consecuencia, con la gestión emocional; la toma de
decisiones, para decidir qué opción de futuro nos resulta más satisfactoria y
convincente, lo que de nuevo se relaciona con las emociones y su gestión,
puesto que en la toma de decisiones intervienen también las emociones, y el
control de las funciones ejecutivas, por todo lo dicho.
¿Y cómo se pueden trabajar
todos estos aspectos? Éste es, precisamente, el papel crucial de la educación
emocional. Cada vez que los trabajamos, cada vez que tomamos una decisión
planeada y reflexionada estimulamos las redes neuronales que sustentan estas
capacidades. En clave educativa, cada vez que dejamos que nuestros alumnos
planifiquen, reflexionen y decidan, lo que implica darles tiempo para evitar la
inmediatez, que se resuelve a base de impulsividad, estamos favoreciendo su
capacidad de autogestión personal. Pero hay también otro aspecto a destacar, el
factor imitación.
Uno de los mecanismos
básico de aprendizaje es por imitación. De ello se encargan unas poblaciones
neuronales denominadas neuronas espejo (aunque a nivel académico entre
especialistas se discute si existen realmente unas neuronas espejo diferenciadas
del resto o si es todo el cerebro que se comporta como un gran espejo, pero sea
como fuere, el resultado final es el mismo). Estas neuronas se activan de la
misma manera cuando realizamos una acción que cuando vemos realizarla a otra
persona, lo que nos permite interiorizar no sólo las acciones de los demás como
mecanismo de aprendizaje, sino también inferir cuáles
son sus intenciones, emociones y sentimientos (Rizzolatti y Sinigaglia, 2006).
La empatía, por ejemplo, depende en buena parte de ellas (Iacoboni, 2009). Pues
bien, una forma básica de transmitir capacidades de gestión emocional es
gestionándola nosotros mismos, para actuar de foco y modelo. Dicho de otro
modo, la educación emocional, con todo lo que conlleva, debe empezar por el
mismo educador.
Hay diversas intervenciones
que también pueden contribuir a la maduración y el fortalecimiento de la
capacidad de reconocimiento y gestión emocional. Por ejemplo, se ha demostrado
que técnicas relacionadas con la meditación, como el mindfulness, el
yoga o el taichi, activan las redes neuronales implicadas en las
funciones ejecutivas, potenciándolas, al mismo tiempo que también mejoran la
capacidad de empatía y disminuyen el estrés (Tang et al., 2016; Erwards et al., 2018; Kran et al., 2018; Patel et al., 2018; Pokorski y
Suchorzynska, 2018; Basso et al., 2019; Valim et al., 2019, entre otros).
Uno de los aspectos
centrales del bienestar subjetivo, tanto como de la progresión personal y
académica, es la capacidad de gestión emocional, que forma parte de las
funciones ejecutivas del cerebro, junto con la capacidad de planificación, de
reflexión y la toma de decisiones, en las que también intervienen la memoria de
trabajo y la flexibilidad cognitiva. Todos estos recursos cognitivos se
gestionan desde la corteza prefrontal del cerebro, y permiten armonizar las
funciones del resto de áreas de este órgano, lo que incluye a la amígdala, el
centro generador de las emociones. Por consiguiente, tanto las emociones, que
se generan de forma preconsciente, como su gestión consciente, tienen un
correlato neuronal, una base biológica en el cerebro. La capacidad de gestión
de las funciones ejecutivas es, además, la única función cognitiva que se correlaciona
directamente con el éxito vital, entendido como la sensación subjetiva de
bienestar. Un bienestar que, a su vez, es proactivo y transformador para la
persona, y que precisa de la capacidad de motivación, la cual, a su vez, se ve
estimulada por emociones positivas como la alegría y la sorpresa. En este
contexto, la educación emocional, que incide directamente en determinadas áreas
cerebrales, se convierte en un elemento crucial para contribuir a la maduración
y consolidación de todas estas capacidades cognitivas, ya desde la primera
infancia y durante la preadolescencia, la adolescencia, la juventud y la edad
adulta.
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